Nací en 1927, hijo único de unos
padres de clase media, ambos ingleses, nacidos bajo la grotescamente alargada
sombra, que nunca pudieron abandonar al no ser capaces de elevarse lo
suficiente por encima de la historia, de esa monstruosa enana que fue la reina
Victoria. Me mandaron a un colegio privado, malogré dos años cumpliendo mi
servicio militar, fui a Oxford; y allí empecé a descubrir que no era la persona
que quería ser.
Mucho antes había descubierto que
no tenía los padres y antepasados que necesitaba. Mi padre era, debido no tanto
a que tuviera un gran talento profesional como a que tuvo la edad adecuada en
el momento adecuado, general de brigada; y mi madre era el modelo mismo de lo que debería ser la esposa de un general. Es
decir, no discutía nunca con él y siempre se comportaba como si él estuviera
escuchándola desde la habitación contigua, incluso cuando se encontraba a miles
de kilómetros de distancia. Apenas vi a mi padre durante la guerra, y en sus
largas ausencias fui construyendo una imagen más o menos inmaculada de su
persona, que él mismo generalmente -un juego de palabras tan malo como apropiado-
rompía en pedazos antes de transcurridas las primeras cuarenta y ocho horas de
su permiso.
Al igual que todos los hombres
que no están en realidad a la altura de su puesto, era muy riguroso con las apariencias
y las nimiedades cotidianas; y más que intelecto poseía una armadura producto
de la acumulación de palabras clave siempre pronunciadas coa mayúscula, tales como
Disciplina y Tradición y Responsabilidad. Si en alguna ocasión me atrevía
-hecho que raras veces ocurría-a discutir con él, sacaba una de esas palabras
totémicas y me aporreaba con ella, igual que debía hacer seguramente para
reprimir a sus subordinados. Si entonces seguía uno negándose a echarse como un
perro y morir, él perdía la paciencia y daba rienda suelta a su mal humor. Su
humor era como un basilisco, y siempre lo tenía muy a mano.
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