Crónica de Berlín, Walter Benjamin, p. 42-43
El lenguaje significa
indiscutiblemente que el recuerdo no es un instrumento para captar el pasado,
sino el escenario donde se lleva a cabo tal captación. Así como la tierra es el
elemento en el que se hunden las ciudades muertas, así es el lenguaje para lo
vivido. Quien aspire a acercarse al propio pasado sepultado ha de comportarse
como el que exhuma un cadáver. Ello determina el tono, el talante de los verdaderos
recuerdos. No hay que temer volver una y otra vez al mismo estado de cosas:
diseminándolas como se disemina la tierra, re· volviéndolas como se revuelve la
tierra. Las cosas a recordar son estratificaciones, capas, que entregan al
investigador cuidadoso aquello que constituye el verdadero valor escondido bajo
la tierra: las imágenes desprendidas de situaciones anteriores como joyas que
brillan en el sobrio aposento de nuestra visión actual (algo así como los
restos y efigies que se encuentran en la galería de un coleccionista). Ni que decir
tiene que es necesario emprender las excavaciones siguiendo un cuidadoso plan.
Por eso resulta indispensable dar cuidadosas paladas, como tentando la oscura
tierra, forjándose ilusiones sobre lo mejor, que sólo se halla en el inventario
final de lo exhumado. Por eso la búsqueda infructuosa se halla al mismo nivel
que la afortunada, y de ahí que el recuerdo no deba avanzar como si fuera un
relato (mucho menos como una información sobre algo), sino de un modo épico, rapsódica,
en el más estricto sentido de estos términos, intentando remover nuevos
lugares, ahondando siempre cada vez más.
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