Crónica de Berlín, Walter Benjamin, p. 70-71
Recordar lo que para mí han sido los
primeros libros me exige olvidar desde el principio todo lo que sé de libros.
Ciertamente toda mi actual sabiduría se basa en la disposición con la que ya
entonces me enfrentaba al libro. Pero así como en el día de hoy tema y
contenido, objeto y materia, se enfrentan al libro como algo exterior, entonces
se encontraba todo fundido en él, no era algo independiente de él. Actualmente
es al contrario: el libro se enfrenta al número de páginas o al papel de que
está hecho. El mundo abierto en el libro y el libro mismo no podían separarse
bajo ningún concepto: formaban un todo perfecto. De esta forma, junto con el
libro, también podían cogerse con la mano su contenido, su mundo, como si
tuvieran asas. Y este mundo, el contenido, glorificaban a su vez al libro en
todas sus partes: palpitando en él, iluminando desde él. Y no sólo anidaban en
la portada o en los grabados. Su casa estaba también en los títulos de los
capítulos, en las grandes letras especiales con que empezaban, en los puntos y
aparte, en las columnas, etc. Los libros no se leían sin más, no; se vivían, se
moraba entre sus líneas y cuando, tras una pausa, volvía uno a abrirlos, se
sobresaltaba nada más reanudar la lectura. La felicidad que deparaba el libro
nuevo nada más echar una breve mirada sobre sus líneas era parecida a la del
invitado que se queda en un castillo durante un par de semanas y apenas se
dedica a echar una mirada llena de admiración hacia las grandes habitaciones
del salón que ha de atravesar hasta llegar a la suya. Está cada vez más
impaciente por llegar a su habitación. Así había encontrado yo por Navidad el
último tomo del libro Nuevos amigos de juventud alemanes cuando me retiré tras la balaustrada de su
portada, adornada con motivos armamentísticos, y me introduje en historias de
espionaje o de cacerías. En ello empleé la primera noche. No había nada más hermoso
que seguir el rastro, en este primer examen de los laberintos narrativos, de
las distintas corrientes de aire, fragancias, luminosidades y ruidos provenientes de las
diferentes habitaciones y pasillos. Ciertamente se mostraban las grandes
historias, muchas veces interrumpidas, para reanudarse más adelante como
pasillos subterráneos que surgen al final. Y era bellísimo cuando los aromas
que provenían del pan de Navidad se elevaban a las alturas en donde veíamos
resplandecer globos o ruedas de agua y se mezclaban con el aroma del pan de
especias, o una canción de Navidad tejía una aureola alrededor de la cabeza de
Stephenson, que surgía en lo alto de dos páginas como el retrato de un pariente
tras la puerta entreabierta, o el aroma del pan de especias se unía al de una
mina de azufre siciliana que nos golpeaba de repente de cuerpo entero como si
fuera un retrato. Pero si, aferrado firmemente a mi libro, entraba yo en la mesa
con los regalos, entonces ya no estaría como a un paso de la habitación de
Navidad, casi planeando sobre mí, sino que era como si yo bajara un pequeño
escalón que me conducía desde mi castillo espiritual hasta la mesa.
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