Hombre lento, JM Coetzee, p. 20
Hablan de su futuro, lo incordian
para que haga los ejercicios que lo prepararán para ese futuro, lo apuran para
que salga de la cama. Pero para él no hay futuro, la puerta al futuro ha sido
cerrada con llave. Si existiera una manera de acabar consigo mismo mediante alguna
acción puramente mental lo haría de inmediato, sin perder más tiempo. Tiene la
cabeza llena de historias de personas que ponen en práctica su propio final:
que pagan metódicamente las facturas, escriben notas de despedida, queman
viejas cartas de amor, etiquetan llaves, y luego, una vez que todo está en
orden, se ponen su mejor traje de los domingos, se tragan las pastillas que han
ido reuniendo para la ocasión, se tumban en su cama recién hecha y se disponen a
desaparecer. Todos ellos héroes anónimos, sin nadie que cante su hazaña. “He
decidido no ser una molestia.” De lo único de lo que no se pueden ocupar es del
cuerpo que dejan atrás, ese montón de carne que al cabo de un par de días
empezará a apestar. Si fuera posible, si estuviera permitido, cogerían un taxi
hasta el crematorio, se colocarían delante de la puerta fatal, se tragarían su
dosis y, antes de que la conciencia se apagara, apretarían el botón que los
precipitaría a las llamas y les permitiría emerger al otro lado convertidos en
nada más que una palada de ceniza, casi ingrávida. Está convencido de que
pondría fin a su vida si pudiera, ahora
mismo. Y, al mismo tiempo que lo piensa, sabe que no lo va a hacer. Es sólo el
dolor, junto con las noches interminables de insomnio en este hospital, esta
zona de humillación en la que no hay donde esconderse de la mirada despiadada
de los jóvenes, lo que le hace desear la muerte.
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