Como hacía un calor de treinta y
tres grados, el boulevard Bourdon estaba completamente desierto.
Más abajo, el canal Saint-Martin,
encerrado entre las dos exclusas, expandía en línea recta su agua de color de
tinta. En medio había un barco cargado de madera, y en la orilla dos hileras de
barricas. Más allá del canal, entre las casas que separan unas obras, el gran cielo
diáfano se recortaba en franjas de un azul ultramar, y, bajo la reverberación
del sol, las fachadas blancas, los tejados de pizarra, los muelles de granito,
deslumbraban. Un ruido confuso subía a lo lejos en el aire tibio; y todo
parecía entorpecido por la inactividad del domingo y por la tristeza de los
días de verano. Aparecieron dos hombres.
Uno venía de la Bastilla, el otro
del jardin des Plantes. El más alto, vestido de lino, caminaba con el sombrero
echado hacia atrás, el chaleco desabrochado y la corbata en la mano. El más
bajo, cuyo cuerpo desaparecía en una levita marrón, agachaba la cabeza cubierta
con una gorra con la visera en punta. Una vez que hubieron llegado al centro
del boulevard se sentaron en el mismo instante en el mismo banco.
Para secarse la frente, se quitaron los
sombreros, que cada uno dejó junto a sí; y el hombrecillo vio escrito en el
sombrero de su vecino: Bouvard, mientras que el otro distinguía fácilmente en
la gorra del individuo enlevitado la palabra: Pécuchet.
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