El Sistema, Eduardo Menéndez Salmón, p. 248
Durante la Revolución de Julio de
1830, al atardecer del primer día de lucha, y en distintos lugares de París, la
capital de la revuelta, grupos de trabajadores comenzaron a disparar a los
relojes de las torres. Los obreros franceses disparaban al verdugo mecánico, al
símbolo del patrón, al policía que regía sus vidas; décadas más tarde, sus hermanos
de más allá del Cáucaso, los eslavos, los llegados de las fronteras bálticas,
disparaban a la abstracción mayor, el relojero invisible, el legislador que
disciplinaba sus horas desde la cuna hasta la tumba. Los revolucionarios son
siempre románticos.
-¿A qué podríamos disparar hoy?
-te oyes reflexionar en voz alta.
Alguien, no sabrías decir quién,
interviene.
-Hoy todo es más sutil, Narrador.
¿Es eso cierto? ¿Es cierto que
hoy, en ausencia de Dios y de los dioses, todo es más delicado, más complejo,
más escurridizo?
-Así que sentenciar a Dios a
muerte no fue un buen negocio.
-Al menos antes había un enemigo.
Los argumentos se agolpan en tu
boca. Puedes sentir cómo la dialéctica arde en el paladar. Estás desencadenado.
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