Hombre lento, JM Coetzee, p. 44-45
Sus abuelos Rayment tuvieron seis
hijos. Sus padres tuvieron dos. Él no tiene ninguno. Seis, dos, uno o ninguno: a
su alrededor ve repetirse la triste secuencia. Antes solía pensar que tenía
sentido: en un mundo superpoblado, no tener hijos era seguramente una virtud, como
el hecho de ser pacífico, como la paciencia. Ahora, por el contrario, no tener
hijos le parece una locura, una locura gregaria, incluso un pecado. ¿Qué mayor bien
puede haber que crear más vida, más almas? ¿Cómo se llenará el Paraíso si la
Tierra deja de enviar sus cargamentos?
Cuando llegue a las puertas, san
Pablo (porque para otras nuevas almas es posible que sea Pedro, pero para él
será Pablo) le estará esperando. «Perdóname, Padre, porque he pecado», dirá él.
«¿Y cómo has pecado, hijo?» Entonces él no tendrá nada que decir, sólo podrá
mostrar las manos vacías. «Pobre hombre -dirá Pablo-. Pobre, pobre hombre. ¿Es
que no entendiste por qué te fue dada la vida, el don más preciado de todos?”
«Cuando estaba vivo no lo entendía, padre, pero ahora sí lo entiendo, ahora que
es demasiado tarde. Y créame, padre, me arrepiento, me arrepiento, je me
repens, y con gran amargura.» «Entonces pasa -dirá Pablo, y se hará a un lado-.
En la casa del Padre hay lugar para todos, incluso para las ovejas estúpidas y
solitarias.»
En la imagen Conversión de San Pablo de Caravagiio
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