Nada que temer, Julian Barnes, p. 52-53
La memoria en la infancia -al
menos, tal como la recuerdo- rara vez es un problema. No sólo debido al lapso temporal,
que es más breve entre el suceso y su evocación, sino a la naturaleza de esos
recuerdos: al joven cerebro le parecen simulacros exactos de lo que ha
sucedido, más que versiones procesadas y en colores. La edad adulta depara aproximación,
fluidez y duda; y mantenemos la duda a raya volviendo a contar esa historia
conocida, con pausas y puntos de un efecto calculado, fingiendo que la solidez
de la narración es una prueba de su veracidad. Pero el niño o el adolescente
raramente duda de la verdad y la precisión de las porciones brillantes y
lúcidas del pasado que posee y celebra. Por tanto, a esa edad parece lógico pensar
que nuestros recuerdos están guardados en una consigna y que los podemos
recuperar mostrando el billete requerido; o (si esto parece una comparación
antigua, que sugiere trenes de vapor y
compartimentos exclusivos para mujeres) como mercancías almacenadas en uno de
esos guardamuebles que hoy día son habituales en las carreteras más
importantes. Tenemos conciencia de la aparente paradoja de la vejez, cuando
empezaremos a recordar segmentos perdidos de nuestros años tempranos, más vívidos
ahora que en nuestra edad mediana. Pero esto sólo parece confirmar que todo
está real m en te ahí arriba, en algún ordenado almacén cerebral, podamos o no
acceder a él.
En la imagen Portait of a boy, J. Singer Sargent
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