Nos encontramos cerca del
Monasterio de Pedralbes, a unos cien metros de la montañeta que limita la
ciudad por el noroeste, en una calle residencial y arbolada con nombre de
monja. Una reja rosada cubierta de hiedra cierra el jardín que rodea la casa
del Hermano. Delante de la puerta, tres mujeres esperan.
-Te he dicho que llames. La
Escritora vocaliza con dificultad. La mujer menuda, de pelo negro, a quien va
dirigida la orden se deshace en risas. Se muestra complaciente y nerviosa.
Habla con acento dulzón y alarga las vocales aes y las oes con especial
intensidad).
-Claro, señora, claro. Ahí voy.
El timbre resuena con estrépito y
un número indecible de perros responde con alborotados ladridos (ladridos que provienen
de jardines de otras casas pero que se oyen muy cerca).
La Escritora, la Señora, la
anciana de piel marmórea que ha dado la orden de llamar, tiene mal aspecto; se
nos muestra aplastada, más derrumbada que sentada, en una silla de ruedas de
apariencia maltrecha y ataviada con un vestido camisero mal abotonado. Las dos
mujeres que la acompañan son dos sirvientas de indudable origen latinoamericano
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