El Sistema, Ricardo Menéndez Salmón, p. 242
De noche el viento sacude con
estrépito los costados del Aurora. La vida, que no escribe, que es verdadera y
no verosímil, ignora las cuestiones de estilo. En su obra la continuidad es
inexistente. Hoy te regala una sonrisa; mañana te apuñala por la espalda.
Aprietas los puños y la vida te escupe su indiferencia. Rememoras la imagen del
funambulista en su cuerda Has corrido como un poseso para atrapar el curso de
los acontecimientos, pero ahora yaces en el suelo con la cabeza rota, exhausto.
A tu alrededor, efímeras y frágiles, un montón de páginas en las que la vida,
burlona, no está. Allá fuera, por expresarlo de algún modo, reina ella con su
espesor selvático; el Narrador no conduce un buldócer, ni siquiera tiene a mano
una motosierra. Como mucho, en ciertas horas benignas, lleva un machete al
cinto que le permite abrir una trocha en la maraña. Pero al introducir su
cuerpo en el claro, la selva se cierra a su paso. Así, con cada quilómetro
recorrido, la sensación de ahogo resulta mayor. Creyendo abrir un camino lo
único que hace es introducirse en una foresta más densa, cavar un agujero más
hondo. Devorado por las sombras, abducido por la urdimbre vegetal, la selva lo
petrifica, lo asimila, lo convierte en liquen, en hongo, en gota de agua en un
océano de humedad. Y sin embargo, qué otra cosa podría hacer sino seguir
andando; es decir, narrando. Sin familia, sin oficio y sin brújula, en los cuadernos
debe hallar la sangre que lo caliente, el pan que lo nutra, el mapa que lo
abrigue. Eso es lo que el Arca espera de él. Que en nombre del relato lo
sacrifique todo.
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