Nada que temer, Julian Barnes, p. 32
Quizá debido a mi condición de
paria, en ocasiones reconocía ante mí las frustraciones y restricciones de la
vida sacerdotal. Un día me confesó con cautela: “No pensarás que soportaría todo
esto si no creyera que al final está el paraíso, verdad?''
En aquel entonces, en parte me
impresionaba este pensamiento práctico y
en parte me horrorizaba una vida malgastada por una vana esperanza. Pero el cálculo de
Pere de Goesbriand tenía una historia distinguida, y yo podría haber descubierto
en ella una versión prosaica de la famosa apuesta de Pascal. Parece una apuesta
sencilla. Si eres creyente y resulta que Dios existe, ganas. Si crees y resulta
que Dios no existe, pierdes, pero no es ni la mitad de malo de lo que sería
decidir no creer y descubrir después de la muerte que Dios sí existe. No es
quizá tanto un argumento de lo que un ejemplo de posicionamiento interesado, digno
del cuerpo diplomático francés; aunque la apuesta primordial sobre la
existencia de Dios depende de una segunda y simultánea apuesta sobre Su
naturaleza. ¿Y si Dios no es como imaginamos? ¿Y si, por ejemplo, desaprueba a los
que apuestan, sobre todo a aquellos cuya supuesta creencia en Él depende de una mentalidad de
juego de azar? ¿Y quién decide quién gana? No nosotros: Dios quizá prefiera al
dubitativo sincero que al adulador oportunista.
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