No creo en Dios, pero le echo de
menos. Es lo que digo cuando se aborda el asunto. Pregunté a mi hermano, que ha
enseñado filosofía en Oxford, Ginebra y la Sorbona, qué le pareda esta
declaración, sin revelarle que era mía. Contestó con una sola palabra:
«Sensiblera.»
Hay que empezar por una persona:
mi abuela materna, Nellie Louisa Scoltock, de soltera Machín. Era profesora en
Shropshire hasta que se casó con mi abuelo, Bert Scoltock. No Bertram ni
Albert, Bert a secas: bautizado, llamado e incinerado así. Era un director de
escuela con ciertas dores para la mecánica: un hombre de motocicleta y sidecar,
más tarde propietario de una Lanchester y, después de jubilado, de un deportivo
Triumph Roadster bastante pretencioso, con un asiento delantero para tres
personas y dos individuales cuando se bajaba la capota. Cuando les conocí, mis
abuelos se habían afincado en el sur para estar cerca de su única hija. La
abuela fue al Women's Institute; encurtía y envasaba, desplumaba y asaba las gallinas y gansos que criaba el abuelo. Era
menuda, de apariencia transigente, y tenía los nudillos gruesos de la vejez; necesitaba
jabón para sacarse la alianza de casada.
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