De El cerco de Londres de Henry James. p.81
Había pasado el invierno en Roma, viajando directamente
desde esta ciudad a Londres, con sólo una pequeña parada en París, para comprar
algo de ropa. Roma, ciudad en la que había hecho muchos amigos, le había
gustado mucho. Le aseguraba que conocía a la mitad de la nobleza romana.
-Son una gente encantadora; sólo tienen un defecto, se
quedan demasiado tiempo -dijo ella. Y, en respuesta a su mirada inquisitiva, continuó-:
Me refiero a cuando vienen a verte. Solían venir todas las tardes, y querían
quedarse hasta el día siguiente. Eran todos príncipes y condes. Yo les solía
ofrecer puros, etc. Conocí a tanta gente como quise -añadió, en un momento
dado, descubriendo quizá en los ojos de Waterville algún rastro de la compasión
con la cual seis meses antes había escuchado el relato de su desconcierto en
Nueva York-. Había muchos ingleses;
conocí a todos los ingleses y tengo la intención de visitarlos aquí. Los
americanos esperaron a ver qué hacían los ingleses para luego hacer lo contrario.
Gracias a eso me libré de algunos ejemplares increíbles. Hay algunos, ¿sabe?,
que son horrendos. Además, en Roma, pertenecer a la alta sociedad no es tan
importante, si se es capaz de apreciar las ruinas y la Campagna; yo apreciaba
muchísimo la Campagna. Siempre estaba paseando alrededor de algún húmedo templo
antiguo medio transida de romanticismo. A excepción de los templos me recordaba
bastante el paisaje de los alrededores de San Diego. Me gustaba repasarlo todo,
cuando iba conduciendo por allí; andaba siempre meditando tristemente sobre el
pasado.