Una vida en Londres
Llovía, al parecer, pero a ella
le daba igual: se pondría unos zapatos recios e iría andando hasta Plash.
Sentía tal inquietud y desazón que le resultaba doloroso; unas voces extrañas
la asustaban –pronunciaban las
insinuaciones más siniestras- en las habitaciones vacías de la casa. Iría a ver
a la vieja señora Berrington, a la que apreciaba porque era muy sencilla, y a
la anciana lady Davenant, que pasaba con ella unos días y le parecía
interesante por motivos que nada tenían que ver con la sencillez. Después,
regresada para el té de los niños: le gustaba aún más la última media hora de
clase, con el pan y la mantequilla, las velas y el rojo fuego, los pequeños arrebatos de confianza de la señorita
Steet, la institutriz, y la compañía de Scratch y Parson (cuyos motes inducían
a creer que se trataba de perros), sus pequeños y magníficos sobrinos, cuya
carne era tan firme y, sin embargo, tan suave y cuyos ojos resultaban tan encantadores
cuando oían contar cuentos. Plash era la casa que tenía la viuda en usufructo y
estaba situada a una milla y media de Mellows, al otro lado del parque. Al
final resultó que no llovía, aunque lo había hecho; sólo quedaba un aire gris
sobre el verde intenso y profundo y un agradable olor húmedo, a tierra; los
paseos estaban lisos y duros, y la expedición no era muy ardua.
La joven llevaba más de un año en
Inglaterra pero todavía no se había acostumbrado a algunas satisfacciones y,
por ese motivo, seguía disfrutándolas; una de ellas era lo cómodo, lo accesible
del campo. Tanto dentro como fuera de
las verjas, todo parecía un parque: todo tenía un intenso aire de finca.