No callar, Javier Cercas, p. 215
Porque está claro que, igual que
hay políticos malos, regulares y buenos, hay políticas buenas, malas y
regulares; de hecho, uno tiene incluso la impresión de que hay políticas macho,
políticas que parecen llevar un político dentro (igual que, según Baudelaire,
Emma Bovary llevaba dentro un hombre). Rosario Murillo, la esposa brutal del brutal
Daniel Ortega, es ahora mismo un ejemplo socorrido; pero no hace falta irse a
Nicaragua. A mí me parece que la disputa entre Nadia Calviño y Yolanda Díaz
sobre la reforma laboral ha sido bastante femenina, pero hay políticas en el
Gobierno, como Irene Montero o lone Belarra, dotadas de un talante
inconfundible de semental, y salta a la vista que en las políticas de Vox y JuntsxCat
habita un brigada ochentero de la Guardia Civil, con barriguita, tricornio y
mostacho, salvo en Rocío Monasterio, que parece recién salida de una película
de Drácula. Manuela Carmena es una política razonablemente femenina, igual que
Meritxell Batet, pero Ada Colau blande casi siempre una virilidad intimidante. En
cuanto a los políticos, estoy seguro de que deben de existir hombres que llevan
dentro una mujer, o al menos están aprendiendo a encontrarla, pero a mí no me
resulta fácil dar con ellos: en España, casi el único que conozco es Salvador
Illa (Mario Draghi también tiene algo femenino, como Barack Obama). Lo habitual
todavía es el político macho, por no decir machirulo, categoría en la que en
los últimos años han brillado con luz propia Santiago Abascal (o, mejor aún,
Ortega Smith) y Pablo Iglesias. Con dos cojones.