Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

P'OLITICAS


No callar, Javier Cercas, p. 215

Porque está claro que, igual que hay políticos malos, regulares y buenos, hay políticas buenas, malas y regulares; de hecho, uno tiene incluso la impresión de que hay políticas macho, políticas que parecen llevar un político dentro (igual que, según Baudelaire, Emma Bovary llevaba dentro un hombre). Rosario Murillo, la esposa brutal del brutal Daniel Ortega, es ahora mismo un ejemplo socorrido; pero no hace falta irse a Nicaragua. A mí me parece que la disputa entre Nadia Calviño y Yolanda Díaz sobre la reforma laboral ha sido bastante femenina, pero hay políticas en el Gobierno, como Irene Montero o lone Belarra, dotadas de un talante inconfundible de semental, y salta a la vista que en las políticas de Vox y JuntsxCat habita un brigada ochentero de la Guardia Civil, con barriguita, tricornio y mostacho, salvo en Rocío Monasterio, que parece recién salida de una película de Drácula. Manuela Carmena es una política razonablemente femenina, igual que Meritxell Batet, pero Ada Colau blande casi siempre una virilidad intimidante. En cuanto a los políticos, estoy seguro de que deben de existir hombres que llevan dentro una mujer, o al menos están aprendiendo a encontrarla, pero a mí no me resulta fácil dar con ellos: en España, casi el único que conozco es Salvador Illa (Mario Draghi también tiene algo femenino, como Barack Obama). Lo habitual todavía es el político macho, por no decir machirulo, categoría en la que en los últimos años han brillado con luz propia Santiago Abascal (o, mejor aún, Ortega Smith) y Pablo Iglesias. Con dos cojones.


RUBERT DE VENTOS


No callar, Javier Cercas, p. 249

La historia que contaré es doble. Yo sitúo la primera parte hacia la segunda mitad de 1979, todavía durante la Transición. Antes de continuar debo decir que en política casi siempre he sido lo peor que se puede ser, lo más soso y aburrido -un maldito socialdemócrata, un puñetero liberal de izquierdas-, pero por entonces, con diecisiete años, iba de ácrata, revolucionario y contracultural. Aquella tarde asistí a una conferencia de Xavier Rubert de Ventós en Gerona. Aunque a esa edad yo solo había leído, de sus escritos, El arte ensimismado y artículos sueltos aquí y allá, Rubert ya era para mí una rock-star del pensamiento (ahora recuerdo que, de camino hacia el evento, le vi a través de la puerta del bar Los Claveles, y me quedé un rato allí, al acecho, mirándole comerse unos calamares a la romana). La conferencia no me decepcionó. El filósofo habló de política y, treinta y cinco años después de escucharle, aún puedo reproducir, si no sus palabras, sí el sentido de sus palabras. Rubert vino a decir, con su estilo nervioso, irónico y provocador, que, en democracia, la política no debe ser épica ni sentimental sino aburrida y sosa, que hay que dejar la épica y los sentimientos para el arte y la vida privada, que la política es prosa y no poesía, que la tarea del político no consiste en intentar traer el cielo a la tierra sino solo en mejorar la tierra -en esa humildad estriba su grandeza-, que el político no debe prometer la felicidad: debe conformarse con facilitar las condiciones para que cada uno la busque por su cuenta. Cuando Rubert terminó de hablar, se hizo un silencio pétreo en la sala; lo rompió el escritor Antoni Puigvert -entonces, me temo, un muchacho casi tan ingenuo como yo-, quien lamentó, desolado, que Rubert quisiera arrebatarle la emoción a la política, dejamos a todos sin utopía. «Mira, chaval», vino a responderle Rubert, «a mí lo que me emociona es ver al alcalde de Barcelona peleándose para que todas las viejecitas de la ciudad puedan usar a un precio ridículo el transporte público. Eso es la política.»


ANARQUISMO


Fortuna, Hernán Sánchez, p. 309

Lo que tienen en común todas las tendencias, ramas y facciones disidentes del anarquismo -y hay bastantes- es su oposición a todas las formas de jerarquía y de desigualdad. No debería ser sorprendente, por tanto, que no abunden los archivos históricos del movimiento, dado que el orden institucional necesario para mantener dichos archivos se contradecía de forma evidente con los principios del movimiento. Por eso mis intentos de determinar el rol de mi padre, tanto en Italia como en América, solo han llevado a callejones sin salida. Esa falta de registros, sin embargo, no solo es resultado de las características del movimiento. A los anarquistas se los perseguía de forma sistemática en los Estados Unidos, donde servían de chivos expiatorios de las ansiedades políticas y, en el caso de los italianos, también raciales. Durante mi investigación del pasado de mi padre descubrí que entre 1870 y 1940 se publicaron en los Estados Unidos unos ciento cincuenta periódicos anarquistas. El hecho de que prácticamente no quede ni rastro de ese número tan enorme de publicaciones, y del número todavía mayor de gente que había tras ellas, demuestra hasta qué punto se ha borrado por completo a los anarquistas de la historia de América.


INCIPIT 1.349. FORTUNA / HERNAN DIAZ


Como desde su nacimiento había disfrutado de casi todas las ventajas posibles, uno de los pocos privilegios que le estaban vedados a Benjamín Rask era el del ascenso del héroe: la suya no era una historia de resiliencia y perseverancia, ni la crónica de una voluntad inquebrantable que le había forjado un destino del más noble de los metales a partir de poco más que escoria. Según la contraportada de la Biblia familiar de los Rask, en 1662 los antepasados de su padre migraron de Copenhague a Glasgow, donde empezaron a importar tabaco de las Colonias. Durante el siglo siguiente, su negocio prosperó y se expandió hasta el punto de que parte de la familia se trasladó a América para supervisar mejor a sus proveedores y controlar todos los aspectos de la producción. Tres generaciones más tarde, el padre de Benjamín, Solomon, compró las acciones de todos sus parientes y de los inversores externos. Dirigida ya solo por él, la compañía siguió floreciendo, y Solomon no tardó en convertirse en uno de los tratantes de tabaco más importantes de la Costa Este. Quizás fuera cierto que sus productos provenían de los mejores plantadores del continente, pero más que en la calidad de su mercancía, la clave del éxito de Solomon estaba en su capacidad para sacar partido de un hecho obvio


ANTEPASADOS


Fortuna, Hernán Díaz, p. 157

Soy un financiero en una ciudad gobernada por financieros. Mi padre era un financiero en una ciudad gobernada por industriales. Su padre era un financiero en una ciudad gobernada por comerciantes. Su padre era un financiero en una ciudad gobernada por una sociedad estrechamente unida, indolente y puritana, corno la mayoría de las aristocracias de provincias. Esas cuatro ciudades son rodas la misma: Nueva York.

Aunque esta es la capital del futuro, sus habitantes son nostálgicos por naturaleza. Cada generación tiene su propia idea de lo que era «la antigua Nueva York» y asegura ser su legítima heredera. De todo eso resulta, por supuesto, una perpetua reinvención del pasado. Y eso, en consecuencia, significa que siempre hay nuevos antiguos neoyorquinos. Los primeros descendientes de los colonos holandeses y británicos que pasaban por nuestra nobleza local no querían saber nada de aquel inmigrante alemán que se había hecho primero trampero, después comerciante de pieles y por fin magnate inmobiliario. Y solo sentían desprecio por el barquero de Staten Island convertido en magnate naviero y ferroviario. En cuanto aquellos comerciantes y constructores se unieron a los escalafones superiores de la sociedad, sin embargo, fue solo para mirar con superioridad a los recién llegados de Pittsburgh y Cleveland con sus fortunas grasientas y tiznadas de hollín. Como su riqueza era más enorme que nada imaginado hasta entonces, eran objeto de desdén y hasta se los tildaba de ladrones. Aun así, después de conquistar la ciudad, aquellos industriales a su vez mostraron su desprecio por los banqueros que estaban remodelando el paisaje financiero americano y dando entrada a una nueva era de prosperidad, tachándolos de especuladores y apostadores.


LACAN


Fortuna, Hernán Díaz, p. 121

El doctor Frahm le habló en un inglés académico, imperfecto y brusco. En vez de reprimir las diatribas incontenibles de la señora Rask y redirigirlas al terreno de la normalidad (o bien amordazarla con sedantes), le explicó, deseaba promover sus monólogos. Si Helen no podía parar de hablar era porque no podía parar de intentar explicar su enfermedad: su deseo de entender su propia enfermedad era, en gran medida, la enfermedad misma. Si Frahm la escuchaba y la enseñaba a escuchar, pronto descubrirían que sus peroratas interminables estaban llenas de instrucciones en clave. Cada vez que se encontraba con uno de aquellos momentos reveladores del discurso de la señora Rask en los que su enfermedad arrojaba luz sobre sí misma, interrumpirla repentinamente servía para subrayar la epifanía y obligabarla a escucharse. Por eso había muchas sesiones que eran tan cortas. Y si tenían lugar en cualquier parte (y en cualquier momento), era para inculcarle a la paciente la idea de que su examen de sí misma no debía limitarse a una oficina, sino que era un proceso continuo. Por medio de aquellas sesiones «por sorpresa», Frahm quería enseñarle a tenderse emboscadas a sí misma.


SERRAT


No callar, Javier Cercas, p. 301

Por desgracia, pasada mi adolescencia las listas negras entraron en franca decadencia, yo al menos no volví a saber de ellas. Una de las innumerables bendiciones que nos ha deparado a los catalanes el Procés, sin embargo, ha sido su retorno. Yo figuro en todas las de los secesionistas. Eso es siempre un motivo de satisfacción, claro está, pero lo que no podía imaginar es lo que ocurrió cuando me mandaron la última. Y es que allí estaba yo, como siempre en el pelotón de cabeza, pero esta vez vi, justo al lado de mi nombre, el de Joan Manuel Serrat. Caí de hinojos al suelo, como fulminado por un rayo, crucé los dedos de las manos y las alcé al cielo. «Gracias, Dios mío», clamé. «Gracias por colocarme junto al Noi del Poble Sec. Es lo mejor que me ha pasado en la vida desde que un día vi a lo lejos, fugazmente, a Ringo Starr. Gracias, amigos secesionistas: a cambio de este privilegio, yo no hubiera vacilado un segundo en entregar mi madre a una mafia albanokosovar consagrada a la trata de blancas, y aquí lo tengo, gratis et amare. Y a puedo morir tranquilo.» Luego, tras enjugarme unas lágrimas de gratitud, leí la lista completa. No era muy nutrida. La encabezaba Miquel Iceta, primer secretario del PSC, y constaba sobre todo de gente que se gana la vida con la política: políticos y periodistas; en cuanto a los que no se la ganan con ella, sino que la pierden ( o sea, eso que antes se llamaba intelectuales), eran los siguientes. Un cantante: el susodicho Noi. Una cineasta: Isabel Coixet. Una actriz: la difunta Rosa Maria Sarda. Un profesor universitario: Francesc Trillas. Y un plumífero: este servidor de ustedes.  Ni uno más. En ese momento comprendí por qué, cada vez que alguien me llama intelectual, me entran ganas de fracturarle la nariz de un cabezazo marsellés.


PLA


No callar, Javier Cercas, p. 369

Pla fue ante todo un periodista, o más bien un escritor de periódicos o en los periódicos; en todo caso, hubiera estado de acuerdo con el doctor Johnson cuando afirmó que solo los idiotas escriben sin cobrar. Pese a ello, o precisamente por ello, era un grafómano. Su obra es ingente, abarca todos o casi todos los géneros (incluida la novela, género que decía despreciar, quizá porque con razón se sentía menos apto para practicarlo) y acaso puede o incluso debe leerse como una vasta y secreta autobiografía protagonizada por un personaje que es su gran creación: un payés socarrón, escéptico, irónico, hedonista, conservador y melancólico llamado Josep Pla. No hay nada impúdico en todo esto; al contrario: recuérdese que, en latín, «persona» significa máscara, y que, como observó Nietzsche, hablar mucho de uno mismo es la mejor forma de ocultarse. Así que ese campesino ficticio llamado Josep Pla fue la máscara que usó Josep Pla para esconderse; también para revelarse, porque la máscara es lo que nos oculta, pero sobre todo lo que nos revela: igual que el Marcel de la Recherche es más Proust que Proust, el Pla de sus libros es más Pla que Pla. Esto es quizá sobre todo visible en los dietarios de Pla, la parte más íntima de su obra, y quizá la mejor. El quadern gris es el primero de ellos. Se trata de un libro curioso: un dietario de juventud escrito en la madurez; o al menos reescrito: Pla elaboró el libro a los sesenta años basándose en las notas que había tomado a los veinte.


La leyenda del último traje de Antonio Machado


No callar, Javier Cercas, p. 367

Cómo es posible que la Guerra Civil terminara hace casi ochenta años y todavía tengamos que contener la emoción ante la tumba de Antonio Machado? Eso es lo que me pregunto en silencio cada vez que voy con mi familia al cementerio en que descansa el poeta, en Colliure, el pueblito francés situado a pocos kilómetros de la frontera española donde, huyendo de la victoria franquista, Machado encontró refugio y murió justo antes del fin de la guerra. La tumba se halla a la entrada del cementerio y está siempre cubierta de los ramos de flores de sus visitantes; yo nunca le llevo nada.

Al salir del cementerio me adentro en el callejón Antonio Machado y veo al pasar junto a un patio una pareja de ancianos. Pocos metros más allá desemboco en el hotel donde el poeta se alojó durante sus últimas semanas de vida, con su hermano José y su madre, que está enterrada con él. El hotel es un viejo caserón de tres plantas, con balaustradas y escalinatas de piedra; en tiempos de Machado se llamaba Bougnol Quintana; yo siempre lo he visto cerrado. Nos quedamos mirando la fachada y, cuando llevamos un rato frente a ella, pido a mi familia que me espere y vuelvo con los dos ancianos, que se acercan a mí en cuanto me ven a la entrada de su patio. Son ingleses, se llaman Weaver, parecen encantados de atenderme. En inglés, les pregunto si llevan muchos años viviendo allí; me contestan que no viven allí, pero que pasan allí los veranos desde finales de los años ochenta. Les pregunto si han oído hablar de Machado. «Claro», me contestan y, cuando les digo de dónde soy, me preguntan: «iEs verdad que es el Shakespeare español?». «No», contesto; me oigo añadir: «Pero es el mejor poeta español moderno». Luego les pregunto si viene mucha gente a ver su tumba. «Mucha», asienten. Me cuentan que al principio Machado y su madre estaban enterrados en una tumba humildísima y luego los cambiaron a la actual, que el hotel lleva veinticinco años vacío, que el Ayuntamiento intentó comprarlo sin éxito. Después les pregunto si han oído contar historias del paso de Machado por Colliure. «Alguna», reconoce el señor Weaver. Y me cuenta lo siguiente. Al parecer, los habituales del hotel estaban muy intrigados porque nunca veían comer juntos a los hermanos Machado, y algunos atribuyeron esa rareza a una inquina provocada por las amarguras del exilio; hasta que un día descubrieron la verdad: los hermanos no tenían más que un traje, y se lo turnaban para bajar al comedor. «Es solo una leyenda», sonríe el señor Weaver. «Quizá no sea verdad.»


INCIPIT 1.348. SANGRE DE HORCHATA / LUISA CASTRO


Las veces que me encontraba con él siempre había el mismo equívoco. Yo creía firmemente en él. Mi fe era ciega. Mi confianza, absoluta. Era mi necesidad lo que yo proyectaba en aquel hombre de hombros caídos, un hombre con las manos en los bolsillos, pero en unos bolsillos de traje caro, bien arrugado, como descuidado de ponerlo a diario y no cambiarlo innecesariamente porque con su sola presencia y su seguridad interior él podía permitirse ir así.

En cualquier sitio, en nuestra casa o en la calle, nada más vernos nos alegrábamos, pero nuestra alegría duraba poco, era espasmódica, y al instante él seguía su camino sin mirarme. Parecía que iba a abrazarme, pero no lo hacía, y con la misma espontaneidad sus ojos transitaban de una efusividad incontinente a una mirada de tranquilidad lenta, casi de morfinómano. Y yo caía en aquel hoyo. ¡Cuánto tiempo?

Aprendí enseguida a controlarlo. Mi sangre de horchata se remonta, creo, a aquellos primeros encuentros con Víctor.

Mi madre, por otra parte, vegetaba o flotaba en las instancias del alma, como Plotino. Para mi padre y para mí, cuanto más lejos estuviera, mejor. Aquella lejanía inspiraba en nosotros una devoción cada vez mayor, en absoluto anhelante o nostálgica. Nos gustaba verla allí, dando quiebros en el cielo, como una cometa. Pero esa no es ahora la cuestión. Ni me acordaba ya de cuando mi padre y ella habían dejado de vivir juntos ni creía que alguna vez hubiera sido posible tal hazaña.


INCIPIT 1.347. NO CALLAR / JAVIER CERCAS


Prólogo

Nunca me ha gustado el sustantivo «intelectual». De hecho, durante mucho tiempo me horrorizó ( o más bien me dio risa) la mera idea de que alguien, algún día, pudiera llamarme así. Por aquel entonces -hablo de finales de los años setenta y principios de los ochenta, cuando yo apenas era un adolescente poseído por una secreta vocación  literaria-, la figura del intelectual padecía un desprestigio considerable; o al menos lo padecía para mí: en mi ingenuidad provinciana, iconoclasta, sarcástica y un poco petulante, un intelectual venía a ser un escritor que, en vez de tomarse en serio su trabajo, se tomaba en serio a sí mismo, y que, en vez de conformarse con hablar de lo que sabía, hablaba de lo que no sabía, y además lo hacía casi siempre con una autoridad grandilocuente de púlpito y sotana, convertido -a menudo por interés personal o profesional, otras veces por simple docilidad o postureo- en acrítica correa de transmisión de consignas partidarias, o en propagador de ideas o ideologías desatinadas; en definitiva: el intelectual como una mezcla insalubre de exhibicionista, de trepa y de eso que en Italia se llama «tuttologo». La caricatura era injusta, por supuesto; pero, si uno echa un vistazo a Pasado imperfecto -el libro en el que Tony Judt radiografió la frivolidad e irresponsabilidad de los intelectuales franceses de la segunda posguerra mundial, cuando París todavía era París-, se arriesga a llegar a la conclusión deprimente de que quizá no lo era tanto. En todo caso, lo anterior explica en parte que, con dieciocho años, yo no aspirara a ser Jean-Paul Sartre (ni siquiera George Orwell), sino Borges o Kafka.

Claro que en aquella época yo no sabía, o no quería saber, que, igual que hay escritores buenos y malos, hay buenos y malos intelectuales (ni que Orwell fue de los buenos); tampoco conocía, probablemente, el origen del sustantivo «intelectual», que solo empieza a usarse en Europa a finales del siglo XIX


PABLO IGLESIAS TURRION


No callar, Javier Cercas, p. 209

la trola de que España no es una democracia constituye desde 2012 el principal carburante del secesionismo, y el instrumento con el que sus dirigentes convencieron a miles de catalanes de que proteger las urnas fraudulentas del 1 de octubre de 2017 equivalía a proteger la democracia, igual que Trump convenció a sus huestes de que la salvarían tomando el Capitolio. Pero Iglesias miente sobre todo porque esa mentira es el bulo fundamental que le ha propulsado desde las tertulias televisivas a la vicepresidencia del Gobierno; un bulo que asegura que la Transición fue una estafa cuyo resultado no fue una democracia de verdad, sino una prolongación del franquismo por otros medios (lo cual explica la obscenidad inédita de equiparar a un privilegiado prófugo de un Estado de derecho, como Caries Puigdemont, con los centenares de miles de desdichados que en 1939 huían despavoridos de una dictadura asesina). En cuanto a los políticos presos, no seré yo quien le desee la cárcel a nadie, pero ¿qué sugiere Iglesias? ¿Que los ciudadanos de a pie respetemos las leyes y los políticos de su cuerda puedan violarlas impunemente? ¡Es esa la idea de igualdad que tiene el vicepresidente? ¡ Esa es su idea de democracia? Y, si tanto le preocupa la calidad de la nuestra, ¿cómo es que en 2017 no protestó contra quienes arremetieron a la brava contra ella? i Cómo es que siempre está de su lado?


ADOLFO SUAREZ


No callar, Javier Cercas, p. 84

Su imagen ahora más conocida y más secreta, aquella en que se le ve sentado en su escaño azul de presidente durante la tarde del 23 de febrero de 1981, solo y un poco espectral en medio de un rojo desierto de escaños vacíos, mientras los golpistas acribillan a tiros el hemiciclo del Congreso. Por entonces yo no conocía un texto en el que, mucho antes que yo, apenas tres años después del golpe, Rafael Sánchez Ferlosio había tenido quizá una intuición semejante y había formulado el elogio más exaltado que conozco de este hombre común y corriente que demostró ser cien veces mejor que tantos que se creían superiores a él, incluidos algunos mequetrefes adornados de matrículas de honor que le rodeaban en el Gobierno y que se reían de él a sus espaldas porque no había leído a Maquiavelo, incluido el periódico El País, que escribió contra él algunos editoriales terribles, incluido el autor de este artículo. «Sin embargo ..., oh, sin embargo», escribe Ferlosio, «Suárez, siendo como es harto escaso de elocuencia, hubo de verse, con todo, en el trance, afortunadamente excepcional, de tener que demostrar a cuerpo limpio qué es lo que haría cuando no fuese cuestión de palabras: llenó la copa hasta los bordes, y la espuma que rebosó de modo incontenible por toda la circunferencia de cristal era la pura nata de los héroes.» No de los héroes de la traición, no: de los héroes a secas. A ver quién supera eso.


K.


No callar, Javier Cercas, p. 106

Que yo sepa, el primero en formular la idea fue, en 1919, T.S. Eliot, en «La tradición y el talento individual». Allí se argumenta que toda obra de arte en verdad nueva no solo supone una ruptura con el pasado, sino que altera el pasado mismo. Que las grandes obras de arte modifican el futuro es obvio; pero ¿pueden también modificar el pasado? ¿Es el pasado modificable? En 1951, Borges retomó e ilustró esa idea provocadora, y en «Kafka y sus precursores» sostiene que todo escritor crea a sus precursores, porque su labor, igual que modifica el futuro, modifica nuestra concepción del pasado; para demostrarlo, Borges aduce una serie de piezas heterogéneas -de Zenón, de Han Yu, de Kierkegaard, de Browning, de Bloy, de Lord Dunsany- que se parecen a Kafka, aunque no todas se parecen entre sí. Esto último es lo esencial: «En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka ( ... ), pero, si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no existiría». Sobra añadir que la lista de obras kafkianas anteriores a Kafka propuesta por Borges no es completa: la historia de un hombre que intenta en vano averiguar de qué delito se le acusa (El proceso) o para qué le han contratado en un castillo al que no puede entrar (El castillo) obliga a leer de un modo distinto la historia del capitán de barco que, en Moby Dick, intenta en vano matar a una ballena blanca, o la de los dos oficiales napoleónicos que, en Los duelistas, se desafían a lo largo de décadas sin que lleguen nunca a saber del todo qué desavenencia los convirtió en enemigos a muerte. Por no apartamos de Melville y Conrad, nosotros ya no podemos leer Bartleby, el escribiente ni El corazón de las tinieblas, sin sentir que ambas son historias kafkianas. Kafka es quien es solo porque su visión del mundo impregna gran parte de lo que escribió después de él, sino también gran parte de lo que se escribió antes.

EL PADRINO 3


No callar, Javier Cercas, p. 71

Penúltima secuencia de la tercera parte de El padrino, la película de Ford Coppola. La escena transcurre en Sicilia. Los Corleone al completo acaban de asistir, en el Teatro Massimo de Palermo, a una representación de Cavalleria rusticana en la que actúa Anthony, el hijo de Michael; al terminar la ópera de Mascagni, mientras los espectadores bajan las escalinatas del teatro, un sicario dispara contra Michael, pero es su hija Mary quien recibe el proyectil destinado al capo mafioso; este, tumbado en un escalón con el cadáver de su vástago en los brazos, lanza entonces el grito más desgarrador de la historia del cine, un grito silencioso que se prolonga durante segundos eternos hasta que por fin se convierte en un alarido inhumano ... ¿Cómo no compadecer a ese padre cuya hija acaban de asesinar por su culpa? ¿ Cómo no llorar con él, que ha vendido su alma al diablo para proteger a los suyos y acaba de perder pese a ello lo que más ama? Y, sin embargo, sabemos que Michael es un criminal sin entrañas, un monstruo capaz de asesinar a su propio hermano ... Lo repito: ¿por qué nos fascinan tanto los criminales, gente como Ricardo III, como Raskólnikov, como Michael Corleone? ¿por qué la ficción, sobre todo la ficción -o el arte en general-, parece tan empeñada en acercárnoslos, en mostrarnos sus aspectos seductores, en que nos solidaricemos o empaticemos con ellos, en que los comprendamos? ¿No es un peligro que nos pongamos de su parte y, a través de ellos, de la parte maldita que todos llevamos dentro?


LA PARTE MALDITA


No callar, Javier Cercas, p. 69

Georges Bataille, que tantas veces polemizó con Sartre, fue todavía más allá: no es solo que el mal siempre esté a nuestro alcance y siempre seamos libres de elegirlo; es que el mal habita dentro de cada ser humano, forma parte de nosotros. «La parte maldita», llamó a esa zona del ser humano Bataille, que en 1929 escribió: «Hay en cada hombre un animal encerrado en una prisión, como un esclavo; hay una puerta: si la abrimos, el animal se escapa como el esclavo que encuentra una salida; entonces el hombre muere provisoriamente y la bestia se comporta como una bestia». Esta asidua familiaridad con el mal explica que, en 1963, en Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt hablara, no menos famosamente, de la banalidad del mal. Lo que Arendt quería decir en ese libro que tanto escándalo suscitó en su momento no es, sin embargo, que el mal fuera banal -de hecho, pocas cosas hay menos banales que él-; lo que quería decir es que quienes cometen el mal son a menudo personas banales, empezando por Adolf Eichmann, el protagonista de su libro, uno de los mayores criminales de la historia de la humanidad, arquitecto de la llamada Solución Final -ese eufemismo con el que los nazis bautizaron el exterminio judío-, un hombre insignificante que, según concluye la propia Arendt, «no era un monstruo, pero era realmente difícil no sospechar que fuera un payaso». Dicho esto, la pregunta casi se impone: ¿ por qué sigue fascinándonos el mal? ¿cómo es posible que, sobre todo en la ficción, nos sintamos más atraídos por los criminales que por las buenas personas? ¿será verdad que, como decía André Gide, no se puede hacer buena literatura con los buenos sentimientos o que, como decía el gran poeta catalán Gabriel Ferrater, es imposible hablar de la felicidad sin poner cara de idiota?


INCIPIT 1.346. LAS SINGULARIDADES / JOHN BANVILLE


Sí, ha puesto punto final a su sentencia, pero ¿significa eso que ya no tiene nada más que decir? No, ni mucho menos. Ahí lo tenemos, en el fresco esplendor de una mañana ventosa de abril, saliendo con paso firme al mundo como un hombre libre, más o menos. ¿De dónde ha sacado el estiloso atuendo? Debe de haber alguien que se preocupa por él, alguien que se haya preocupado. Observad el abrigo de piel de camello, elegante aunque pasado de moda, con el cinturón atado al desgaire en vez de abrochado, la chaqueta de tweed a medida y con doble abertura en la espalda, los zapatos lustrados, de cordones, el destello del oro en los puños de la camisa. Fijaos sobre todo en el sombrero alto de fieltro marrón oscuro, nuevo como el día e inclinado en un ángulo garboso sobre el ojo izquierdo. Lleva con soltura del asa un maletín, como de médico, baqueteado y arañado pero modestamente bueno. Ah, sí, es todo un caballero. El Señor era su sobrenombre, uno de ellos, allá dentro. Sobrenombre: qué acertado. Su nombre a la sombra. Las palabras son lo único que queda para mantener a raya la oscuridad. Porque esta mañana luminosa es mi brumoso crepúsculo.

¿Quién habla aquí? Yo, un diosecillo, pues los dioses grandes se han largado.

De hecho, ha decidido cambiar de nombre. A pocos engañará con esa artimaña; entonces, ¿por qué tomarse la molestia? Veréis, es que se propone nada menos que llevar a cabo una transformación total, y en semejante empresa el comienzo más radical consistía en borrar el sello de fábrica, por así decirlo, y sustituirlo por otro de invención propia. La idea de una identidad supuesta entusiasmó al pobre infeliz.


EUSEBIO DE CESAREA


Historia menor de Grecia, Pedro Olalla, p. 123

CESAREA

 BIBLIOTECA

 315

Eusebio se dispone a hacer ahora lo que nunca se ha hecho y ha llegado el momento de hacer: escribir la historia de la Iglesia de Cristo.

Con la ayuda de Dios, se internará en ese desierto no hollado comenzando por la propia figura del Salvador, a quien los justos y los piadosos reconocieron ya desde el principio de la Creación con los ojos puros de su mente. Después, consignará las sucesiones de los santos apóstoles y el número y los hechos de quienes han sido embajadores de la palabra de Dios. También dará noticia de aquellos que, llevados al extremo por la confusión y la novelería, se proclamaron a sí mismos instructores de una mal llamada ciencia y esquilmaron  como lobos despiadados el rebaño de Cristo. Referirá puntualmente las calamidades que se abatieron sobre . el pueblo judío tras atentar contra el Salvador, registrará el número y la índole de los ataques de los paganos contra la divina doctrina y dejará constancia de la grandeza de cuantos por ella afrontaron sangrientas torturas.

Durante el principado de Diocleciano, Eusebio ha visto el mal cebarse en los cristianos de modo tan insólito que supera toda imaginación: hombres descuartizados en los árboles, mujeres ultrajadas colgadas por los pies, soldados masacrando familias enteras hasta que sus espadas quedaban embotadas a fuerza de matar. Pero también ha visto el ímpetu y el fervor de quienes creen en el Cristo de Dios; los ha visto saltar a proclamar su fe ante los mismos tribunales que dictaban sentencias de muerte sin la menor clemencia, y ha visto finalmente triunfar a la Iglesia y cumplirse el designio de Dios por el brazo del nuevo emperador Constantino. Por eso se le hace inaplazable comenzar esta  Historia, porque los hechos vienen a demostrar que todos los sucesos desde el principio de los tiempos siguen el plan de Dios para la salvación. Por eso, como obispo que escribe la historia de la Iglesia, su fin no es la ecuanimidad en el relato de los hechos, sino la persuasión.


"CULTURA POPULAR"


Las singularidades, John Banville, p. 195

Pese a ser un trabajador infatigable, Godley se permitía ciertas distracciones. No tenía oído ni ojo para el arte elevado, pero apreciaba con fervor lo que más tarde se conocería como «cultura popular». Le gustaba la música chabacana más lánguida y almibarada de los años posteriores a la posguerra. Le encantaba asimismo el cine y asistía con frecuencia a las funciones de tarde de la Arcady Arthouse (ilustración 7), una sala universitaria especializada en los clásicos en blanco y negro de los años dorados de Hollywood. Le gustaban los wésterns en particular. Él y Gabriel Swan, que compartía su entusiasmo por «esos cuentos morales de nuestro tiempo», como Godley los definió, se sentaban en la primera fila, en las dos butacas del centro, fascinados, con el rostro alzado con felicidad infantil hacia la parpadeante pantalla luminosa. Más de uno de los autores que estudiaron su figura, con Pavel Popov y B. J. Grace entre los más prominentes, han dado a entender que esta supuesta predilección por los placeres simples y los pasatiempos sencillos era una farsa orquestada con esmero a fin de promover la imagen de una personalidad sin pretensiones y con gustos corrientes, en la línea de otros grandes maestros de la mascarada, como los dos Albert (Einstein y Schweitzer) y el filósofo Ludwig Wittgenstein. «Actúo -solía señalar Godley-, luego soy actor». Tras la muerte de Swan, no volvió a la Arthouse y regaló, o tiró, sus discos gramofónicos.


UNA COCHINILLA


Las singularidades, John Banville, p. 224

Salió de su ensimismamiento con la sacudida temblorosa de un enorme motor viejo al ponerse en marcha. Anna estaba contándole algo de una avispa ... ¿De una avispa?

-No sé de qué especie -espetó ella con impaciencia-, solo una avispa, una especie tropical ... ¿Qué más da? Leí un artículo sobre ella no sé dónde, en una revista de la sala de espera de un médico, y Dios sabe que he pisado unas cuantas. Busca un bicho, por ejemplo una cochinilla de unas diez veces su tamaño, le clava en la frente esa cosa venenosa que tienen, la antena o lo que sea, la deja paralizada y enseguida pone huevos y los mete en el cuerpo de la cochinilla. Luego, antes de que pase el efecto de la inyección, la tapa con piedras ...

-¿Qué es lo que tapa con piedras?

-¡El bicho, la avispa! Tapa por completo con piedras a la cochinilla dándole la forma de una de esas celdas de monjes para que no escape cuando vuelva en sí. Luego se va y la deja allí, atrapada y viva. Las hormigas lo hacen. Los huevos no tardan en abrirse y las pequeñas avispitas blancas que salen dentro de la cochinilla empiezan a alimentarse de ella, de su carne viva. -Se interrumpió y respiró hondo, retuvo el aire un instante y lo expulsó en un largo suspiro descendente. Miraba con ojos desolados al otro lado del parabrisas-. Imagínatelo -añadió-, imagínate que te comieran vivo así, de dentro afuera.

HERIDA


Las singularidades, John Banville, p. 281

En los viejos tiempos de inconsciencia, cuando los niños todavía jugaban al aire libre, en sitios donde había piedras y espinas, todos tenían costras, según escribe Godley -recordad que seguimos estudiando con detenimiento su carta, escépticos y llenos de curiosidad. Al principio, cuando la costra acaba de formarse, es sumamente delicada y sangra al menor pinchazo o golpecito exploratorio. Los cortes dejaban una sola costra, pero los arañazos, sobre todo los provocados por las zarzas, dibujaban una larga elipse rojo oscuro, como un collar de rubíes diminutos. Una vez secas y endurecidas, las de mayor tamaño adquirían el color de las moras no del todo maduras y presentaban su mismo brillo opaco y su mismo tacto irregular, firme y cálido en la superficie. Los chiquillos las cuidaban y protegían, y al menos una vez al día alzaban un borde con una uña, solo un poco, con cautela, para comprobar el grado de resistencia que aún oponían. Una punzadita aguda advertía de que todavía no estaban maduras. Sin embargo, llegaba el día en que era posible levantarlas por completo, como la tapa de un joyero en miniatura, despacio y conteniendo el aliento. Siempre había un punto pegajoso al que se aferraban tercamente, o que las aferraba tercamente, por lo que se requería una pausa para reflexionar, tras la cual se reanudaba la operación con una maniobra más firme y más enérgica, y de repente el caparazón se desprendía, intacto y ligero como una escama de mermelada de mora seca, y el último punto de fijación cedía con lo que parecía un beso minúsculo al revés, y allí, expuesta al fin, estaba la zona de piel irrealmente nueva y tierna, fresca, frágil y brillante como el ala de una libélula.


INCIPIT 1.345. LA ESTRELLA DE LA MAÑANA / KO KNAUSGARD


ARNE

El repentino pensamiento de que, mientras la oscuridad caía sobre el mar, los chicos dormían en casa, detrás de mí, era tan agradable y pacífico que cuando me llegó no lo dejé ir, sino que intenté retenerlo y descubrir lo bueno que había en él.

Habíamos echado las redes unas horas antes, así que las manos aún les olerían a sal, pensé. Como no les había dicho nada al respecto, no se las habrían lavado. Les gustaba hacer la transición entre el estado de vigilia y el sueño lo más breve posible; al menos solían quitarse la ropa a toda prisa, meterse debajo del edredón y cerrar los ojos sin apagar siquiera la luz, si yo no me entrometía con mis exigencias, como que se cepillaran los dientes, se lavaran la cara y colocaran la ropa con cuidado en la silla.

Esa noche no dije nada, y ellos se deslizaron dentro de sus camas como una especie de animales tersos y brillantes, de largos miembros.

Pero no era eso lo que resultaba tan agradable al pensamiento. Era la idea de la oscuridad, que caía con independencia de ellos.


LA CONCIENCIA


La estrella de la mañana, KO Knausgard, p. 386

Nietzsche opinaba que por separado nos las apañaríamos perfectamente sin la conciencia.

-El eterno retorno -dijo Gaute.

Martín lo miró un instante, antes de continuar.

-La conciencia es como un lugar donde aparecemos ante nosotros. Pero ¿por qué lo hacemos? ¿De qué sirve? Cuando nos vemos a nosotros mismos, nos vemos desde fuera, es decir, exactamente como nos ven los demás. Y eso es lo que Nietzsche pensaba, es decir, que la conciencia está ahí para la comunidad. Existe para aquello que hay entre los seres humanos. Y es en ese punto en el que algunos piensan que existen otras formas de conciencia. Otras formas de inteligencia. El bosque, por ejemplo. Lo que ocurre es que esa conciencia, o inteligencia, nos resulta tan ajena que ni siquiera somos capaces de ver que está ahí.

-Eso es muy interesante -dije.

-Pero dentro de medio año habría acabado la tesis y conseguido un trabajo -intervino Sigrid.

-De manera que un árbol no puede pensar -dijo Martín-. Pero los árboles sí pueden. El ecosistema puede en calidad de unidad. El que aparezca justo ahora tal vez tenga que ver con que se está intentando crear una inteligencia artificial. Tampoco sabemos qué aspecto tendrá.

-¿Qué aspecto tendrá qué? -preguntó Gaute.

-La inteligencia artificial -contesté yo-. Pero esos no son pensamientos del todo nuevos, Martín.

-¿Qué quieres decir?

-Hace mucho tiempo la gente creía que todo estaba vivo, que el bosque estaba lleno de espíritus, incluso que el bosque era una criatura.

-Pero aquello era superstición -dijo Martín-. Esto es ciencia.


WITTGENSTEIN


La estrella de la mañana, KO Knausgard, p. 324

Un estudiante que trabajó allí unas semanas antes ese verano dijo que Karl Frode se parecía a un filósofo, a Hvitgensten. Me enseñó una foto en el teléfono, y la verdad es que se parecía muchísimo. El pelo rizado, los ojos redondos con la mirada perdida, la cara alargada y las comisuras de los labios hacia abajo. Karl Frode tenía las mejillas más redondas, pero aparte de eso, eran como gemelos.

Karl Frode había vivido en esa institución casi toda su vida. Después de la época en la que dormían con correas por la noche, había adquirido la costumbre de llevar un cinturón que le mantenía sujeto el pantalón. Otra cosa que se había torcido en él era la masturbación. Solo podía practicarla estando de pie entre los setos fuera del edificio, mirando hacia las ventanas. Y en las ventanas tenía que haber un reflejo de nubes. Lo sacaban a veces cuando el tiempo lo permitía y esperaban fumando de espaldas, él estaba un poco más allá con los pantalones bajados hasta las rodillas masturbándose. Era algo inofensivo, pero no obstante no se hablaba de ello.

Le puse la margarina delante.

-Ja ja. Ja ja-dijo.

-¿Qué pasa? -pregunté.

-No es mantequilla, es margarina -dijo.

-Sí, en eso tienes razón -dije-. Pero llamamos mantequilla a las dos cosas, ¿no?

Se quedó quieto, mirando la mesa. Una mosca se posó en el borde de la mantequilla. Otra en el queso, bien visible  en contraste con lo amarillo.


LOS PRIMEROS


La estrella de  la mañana, KO Knausgard, p. 724

Hay una zona gris cuando aparece una nueva especie en la tierra, los cambios ocurren tan gradualmente que resulta imposible establecer una clara separación entre de dónde venía y lo que es. Y sabemos ahora que existía una maraña de otras criaturas parecidas al mismo tiempo, también ellas difíciles de situar. Pero, en todo caso, los primeros seres humanos fueron un suceso local, aunque no solo de dos, como en el mito de la creación, tampoco de muchos más. Podrían haberse conocido todos entre ellos. ¿Qué aspecto tenía el mundo para esos seres? ¿Les era ajeno? ¿Se sentían distintos, separados de la vida que los rodeaba?

El filósofo alemán Hans Jonas opinaba que para los primeros seres humanos la vida era algo evidente y se daba por sentada, y la muerte era el misterio. Para ellos, todo estaba vivo -el viento, el agua, el bosque, la montaña-, y, en consecuencia, también el muerto tendría que estar vivo, solo que de otro modo, o en otra parte. Para nosotros es al revés, escribió Jonas, ahora la muerte es lo que se da por sentado y lo que se encuentra en todas partes a nuestro alrededor, mientras que la vida es el misterio. La muerte entonces entendida como lo inerte, la materia muerta, las piedras, la arena, el agua, el aire, los planetas, las estrellas, el vacío. Y de la misma manera que los primeros seres humanos consideraban a los muertos vivos de otra manera, nosotros consideramos a los vivos muertos de otra manera: el cuerpo no es más que un cuerpo, materia, el corazón es un dispositivo mecánico, el cerebro es electroquímica, y la muerte, un interruptor que apaga la vida.


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