Más afuera, David Franzen, p. 48
David estaba enfermo, sí, y en
cierto sentido la historia de mi amistad con él es sencillamente que yo quería
a una persona mentalmente enferma. Después, la persona deprimida se quitó la
vida, de un modo calculado para infligir el máximo dolor a aquellos que más lo
querían, y nosotros, quienes lo queríamos, nos quedamos con una sensación de rabia
y traición. De traición no sólo por el fracaso de nuestra inversión de afecto y
cariño, sino por la manera en que su suicidio lo apartó de nosotros y lo
convirtió en una leyenda muy pública. Gente que jamás había leído su obra ni
había oído hablar de él leyó en el Wall Street Journal su discurso para la
ceremonia de graduación en el Kenyon College y lloró la pérdida de un ser
magnífico y tierno. El establishment literario, que nunca había seleccionado
siquiera uno de sus libros entre los candidatos a un premio nacional, ahora lo declaraba
unánimemente un tesoro nacional perdido. Claro que era un tesoro nacional, y
como escritor no «pertenecía» menos a sus lectores que a mí. Pero si uno sabía
que su personalidad real era más compleja e incierta de lo que se creía, y si
también sabía que era más «querible» -más divertido, más bobalicón, más
necesitado, más conmovedoramente en guerra con sus demonios, más perdido, más
infantilmente transparente en sus mentiras e incoherencias- que el artista santo
benévolo y moralmente clarividente en que lo habían convertido, seguía siendo
difícil no sentirse dolido por la parte de él que había elegido la adulación de
los desconocidos antes que el amor de sus seres más cercanos.
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