El mago, John Fowles, p. 488-489
Si Roma, ciudad de la vida
vulgar, me había parecido deprimente al salir de Grecia, Londres, ciudad de la
muerte gris, resultó cincuenta veces peor. Había olvidado su innumerabilidad,
su fealdad, su densidad de colonia termita en comparación con la dispersa
población del Egeo. Era como mirar barro después de contemplar diamantes, como
encontrarse con herbazales malsanos después de mirar un templo de mármol iluminado
por el sol; y mientras el autobús de la compañía aérea reptaba a través del
interminable suburbio que se extiende entre Northolt y Kensington me pregunté
cómo era posible que nadie quisiera, o pudiera, regresar por su propia voluntad
a semejante paisaje, semejante sociedad, semejante clima. Unas flatulentas
nubes blancas erraban apáticamente por el agrisado azul del cielo; y sin
embargo oí gente que decía «¡Qué día tan bonito!» Para mí, todos aquellos
cansados verdes, grises, pardos ... , comprimían los movimientos de los
londinenses junto a los que pasábamos hasta fundirlos en una ubicua
uniformidad. En Grecia había acabado acostumbrándome tanto a este hecho que al
final ni era. Consciente de él. Ahora recordé que allí cada cara es única y se
destaca claramente del fondo sobre el que se perfila. Ningún griego es como
otro griego; en cambio, aquel día me pareció que todas las caras inglesas eran
iguales a todas las demás.
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