Las barbas del profeta, Eduardo Mendoza, p. 16-17
Por contraste, muy poco se
hablaba de moral o de lo que hoy llamaríamos ética. Unas cuantas normas
preventivas, como no robar y no mentir y, sobre todo, no caer en las
tentaciones de la carne, obedecer a los superiores, y una norma de carácter
positivo que aparentemente englobaba a la totalidad, la de dar limosna a los
pobres, generalmente en forma de pan seco. Para ilustrar esta buena obra, nada
mejor que la vida de san Juan Limosnero. Este santo medieval era en vida un
hombre rico y en extremo avaro. Nunca socorría a los pobres y había prohibido a
sus criados que dieran limosna. Un día llamó a la puerta un pobre hambriento.
Un criado compasivo le abrió la puerta y le dijo que no podía darle nada,
porque el amo se enojaría sobremanera. Sin embargo movido a compasión, y
aprovechando la ausencia del amo, el criado fue a buscar algo con que socorrer
al mendigo. Cuando regresaba con un trozo de pan duro, el amo lo sorprendió, montó
en cólera, le arrebató el mendrugo y lo arrojó a la cabeza del mendigo. Este lo
cogió y se fue corriendo. Aquella misma noche murió el amo y su alma compareció
ante el Altísimo. En una balanza, el demonio depositó la enorme cantidad de
malas obras que el difunto había realizado durante su vida. Pero cuando estaba
a punto de caer sobre él la sentencia condenatoria, se adelantó un ángel con el
mendrugo que unas horas antes había dado con tan malas formas al mendigo. Al
punto la balanza se venció hacia el otro lado. En aquel instante, despertó:
todo había sido un sueño y también una revelación sobre el valor de la caridad.
A partir de aquel momento su actitud cambió de tal modo que hoy es venerado con
el nombre de san Juan Limosnero. En Venecia, cerca del Rialto, hay una pequeña
iglesia dedicada a este santo ejemplar: San Giovanni Elemosinario.
Cuento esto para recalcar la
insólita distinción entre el aspecto mitológico de la religión y el aspecto práctico.
Algunos teólogos heterodoxos han llegado a proponer que no existe un dios, sino
dos; uno, responsable de la creación del universo y los seres vivos, incluido
el hombre, y otro, autor de los principios morales. Al primero le traería sin
cuidado lo que sus criaturas hacen o dejan de hacer. El segundo sería un maniático,
pendiente del estricto cumplimiento de unas normas tan minuciosas como
arbitrarias. Es notable en casi todas las religiones de las que tengo
conocimiento, la insistencia y la importancia de las obligaciones formales, en
apariencia superfluas, en la medida en que su incumplimiento no afecta en nada
a un Ser todopoderoso ni, en muchos casos, al prójimo.
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