Más afuera, Jonathan Franzen, p. 180
Llegamos a la conclusión de que
la narrativa era esa «tierra de nadie neutra donde establecer una profunda
conexión con otro ser humano», para eso servía. «Una escapatoria de la soledad»
fue la formulación en que coincidimos. Y en ninguna otra parte fue Dave más
absoluta y magníficamente capaz de mantener el control que en su lenguaje
escrito. Poseía un virtuosismo retórico más extenso, apasionante e imaginativo
que el de cualquier escritor vivo. Allá en la palabra número 70 o 100 o 140 de
una frase, ya bien entrado un párrafo de tres páginas de humor macabro o de
autoconciencia extraordinariamente reticulada, uno olía el ozono de la tersa
precisión de su estructura sintáctica, su desplazamiento sin esfuerzo y
tonalmente perfecto entre niveles de dicción alta, baja, media, técnica,
moderna, tecnológica, filosófica, vernácula, vodevilesca, exhortatoria,
achulada, desconsolada, lírica. Esas frases y páginas, cuando era capaz de
producirlas, constituían para él un hogar tan verdadero, seguro y feliz como
cuantos tuvo durante la mayor parte de los veinte años de nuestra relación. Así
que podría contaros anécdotas del breve viaje por carretera salpicado de
discusiones que emprendimos en cierta ocasión, o hablaros del olor mentolado
que su tabaco de mascar dejaba en mi apartamento siempre que se quedaba unos
días, o de las torpes partidas de ajedrez que jugábamos y los peloteas de tenis
aún más torpes que a veces hacíamos -la reconfortante estructura de los juegos
frente a las extrañas y profundas rivalidades fraternales que bullían bajo la
superficie-, pero ciertamente lo principal era la escritura. Durante la mayor parte
del tiempo desde que lo conocí, la interacción más intensa con él fue estar
sentado a solas en mi sillón, noche tras noche, durante diez días, leyendo el
manuscrito de La broma infinita. Ése fue el libro en el que, por primera vez, organizó
el mundo y a sí mismo tal como quería. Al nivel más microscópico: entre cuantos
han pasado por esta tierra, nadie ha puntuado la prosa de una manera tan
apasionada y precisa como Dave Wallace. Al nivel más global: produjo un millar
de páginas de bromas de talla mundial que -si bien la modalidad y calidad del
humor nunca flojeaban- eran cada vez menos graciosas, capítulo tras capítulo,
hasta que, al final, uno pensaba que el título podía haber sido igualmente La
tristeza infinita. Eso Dave lo captó como nadie.
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