Más afuera, Jonathan Franzen, p. 183-184
Más o menos un año después,
decidió dejar la medicación que había dado estabilidad a su vida durante más de
veinte años. También aquí hay distintas versiones de por qué lo decidió exactamente.
Pero una cosa que me dejó muy clara, cuando lo hablamos, fue que deseaba tener
la oportunidad de llevar una vida más corriente, con menos control obsesivo y
más placer normal. Fue una decisión surgida de su amor por Karen, de su afán
por producir textos nuevos y más maduros, y de haber vislumbrado un futuro
distinto. Fue por su parte un intento extraordinariamente aterrador y valiente,
porque Dave rebosaba amor, pero también miedo: accedía con demasiada facilidad
a esas profundidades de la tristeza infinita.
Así pues, fue un año de
altibajos, en junio tuvo una crisis y pasó un verano muy dificil. Cuando lo vi
en julio, volvía a estar en los huesos, como en la última etapa de la
adolescencia, durante su primera gran crisis. Una de las últimas veces que
hablé por teléfono con él, en agosto, me pidió que le contara en forma de
historia cómo llegaría a irle mejor la vida. Le repetí muchas de las cosas que
él me había dicho en nuestras conversaciones del año anterior. Le dije que se
encontraba en un momento terrible y peligroso porque intentaba realizar
auténticos cambios como persona y escritor. Le dije que, la última vez que
había vivido experiencias cercanas a la muerte, había salido de ellas y escrito,
muy deprisa, un libro que estaba a años luz de lo que había estado haciendo antes de su
desmoronamiento. Le dije que era un recalcitrante obseso del control y un
sabelotodo -«¡Y tú también!», replicó- y que las personas como nosotros tememos
tanto abandonar el control que a veces la única manera que tenemos de
obligarnos a abrirnos y cambiar es dejamos llevar a un acceso de pesadumbre y
al borde de la autodestrucción. Le dije que él había emprendido aquel cambio en
la medicación porque quería madurar y llevar una vida mejor. Y le dije que, en
mi opinión, su mejor literatura estaba por venir. Y él dijo: «Esta historia me gusta.
¿Podrías llamarme cada cuatro o cinco días y contarme otra parecida?»
Por desgracia, sólo tuve una
oportunidad más de contársela, y para entonces él ya no la oía. Se hallaba
sumido en un horrible estado de angustia y dolor, minuto a minuto. Después, las
siguientes veces que intenté llamarlo no cogía el teléfono ni devolvía los
mensajes. Se había hundido en el pozo de la tristeza infinita, fuera del
alcance de las historias, y ya no consiguió salir. Pero poseía una inocencia
hermosa y anhelante, y estaba intentándolo.
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