El ser a quien llamo «yo» llegó
al mundo un lunes 8 de junio de 1903, hacia las 8 de la mañana, en Bruselas, y
nada de un francés perteneciente a una antigua familia del Norte y de una
belga, cuyos ascendientes se habían establecido en Lieja durante unos cuantos
siglos, para luego instalarse en el Hainaut. La casa donde ocurría este
acontecimiento –ya que todo nacimiento lo es para el padre y la madre, as! como
para algunas personas que les son cercanas-se hallaba situada en el número 19.3
de la Avenue Louise, y ha desaparecido hará unos quince años, devorada por un
edificio alto.
Tras haber consignado estos
hechos que no significan nada por s! mismos y que, sin embargo, y para cada uno
de nosotros, llevan más lejos que nuestra propia historia e incluso que la
historia a secas, me detengo, presa de vértigo ante el inextricable enmarañamiento
de incidentes y circunstancias que, más o menos, nos determinan a todos.
Aquella criatura del sexo femenino, ya apresada entre las coordenadas de la era
cristiana y de la Europa del siglo XX, aquel pedacito de carne color de rosa
que lloraba dentro de una cuna azul, me obliga a plantearme una serie de preguntas
tanto más temibles cuanto que parecen banales y que un literato que conoce su
oficio se guarda
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