La barbas del profeta, Eduardo Mendoza, p. 14-15
Aunque no soy creyente, crecí en
un mundo dominado por la religión y recibí una instrucción religiosa no sé si
sólida, pero si muy tenaz. La mayor parte de las manifestaciones religiosas me
son conocidas en mayor o menor grado de intensidad. En mi niñez y juventud la
religión en España era un hecho indiscutible para la inmensa mayoría de la
población. Mi familia no era practicante, salvo en ocasiones sociales, y si era
creyente, lo era por inercia. En aquella época, pertenecer a la religión
católica era lo natural. Bastaba con dejarse llevar por la corriente. No creer
en Dios no solo era un acto de rebeldía y una postura antisocial, sino que
requería un notable esfuerzo intelectual. Eran ateos unos pocos filósofos, y esta
excentricidad les era perdonada e incluso consentida porque su oficio consistía
precisamente en pensar cosas raras y en decir lo contrario de lo que decía el
común de los mortales. Para el resto, todas las etapas y acontecimientos de la vida,
desde los más importantes hasta los más nimios, estaban incluidos en el patrón
de las normas y prácticas religiosas. El nacer y el morir, por supuesto; como
el casarse, el pecar y el obtener el perdón; y también el despertarse, el
sentarse a la mesa, el subir a un transporte público, el saludarse y el
estornudar. Salir de la religión era salir de la comunidad, convertirse en lo
que nadie quería ser, un bicho raro.
De la enseñanza se ocupaban en
gran parte las órdenes religiosas y, como se puede suponer, la presencia de la
religión en nuestra educación era abrumadora. Había rezos continuos, misas
frecuentes y una dosis considerable de adoctrinamiento. Este adoctrinamiento
consistía en aprender de memoria un rígido y pintoresco organigrama moral
consistente en diez mandamientos; tres virtudes teologales: fe, esperanza y
caridad; las cuatro virtudes cardinales:
prudencia, justicia, fortaleza y templanza, sin que nadie aclarase en qué consistía
cada una de ellas; siete pecados capitales: ira, gula, lujuria, soberbia, avaricia,
envidia y pereza, todos ellos fácilmente identificables, a poco que uno hiciera
introspección, y sus correspondientes virtudes; cuatro novísimos o
postrimerías: muerte, juicio, infierno y gloria, y un largo etcétera, del que
cabe destacar una lista de obras de misericordia que acababa con visitar a los
enfermos y presos y enterrar a los muertos. Creo haber cumplido bien que mal
con lo de los enfermos, en alguna ocasión con los presos, pero espero no tener
ocasión de enterrar físicamente a ningún muerto, un acto cuyo mero enunciado siempre
trae a mi imaginación una escena recurrente en las películas del oeste.
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