Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

UNA CONFESION

De La recta intención de Andrés Barba, p. 56-57
El sacerdote es joven y guapo. De una hermosura casi obscena, casi morbosa. Ha llegado tarde pero se acerca a Mamá con una expresividad que demuestra su falta de recursos y que, a la vez, le salva a los ojos de ella. Cada segundo que llega es antiguo, cada sentimiento vivido. Le pregunta al doctor su nombre y él responde, antes de marcharse, que María Antonia.
“María Antonia Alonso, dice mamá.
“Mada Antonia, ¿está dispuesta para confesarse?”, pregunta el sacerdote.
“No tengo nada de lo que confesarme, le he llamado para que me bendiga.”
“Todos tenemos algo de lo que confesarnos --dice el joven sacerdote, consiguiendo que su perplejidad no se note demasiado-. El justo peca siete veces al día, dijo el Señor.”
“No me interesa lo que haga el justo -responde Mamá-, como decía ése: he luchado el buen combate y ahora exijo mi corona.”
“El texto de San Pablo no es exactamente así, dice he luchado el buen combate, he guardado la fe, y ahora espero la corona de la justicia que me estaba reservada.”
La precisión del joven sacerdote irrita ligeramente a  Mamá, que no puede evitar revolverse en la cama con desesperación.
“Eso, quiero mi corona.”
“Espero, dice San Pablo.”
“Es lo mismo.”
Hay un silencio breve en el que la vida se hace de pronto más cruel que absurda y en el que Mamá se convierte de nuevo en María Antonia Alonso volviendo de la fábrica, gritando en el teléfono a Joaquín que revisen los marcos hasta que los hayan pulido correctamente.
“No tengo nada de lo que arrepentirme --dice Mamá otra vez-, pido lo que es mío, nada más que lo que es mío, eso es lo que pido -y después, mirándola a ella como a una traidora inexcusable-, y amor, pido también amor.”
El sacerdote ha notado su repulsión a esas últimas palabras porque la ha mirado más de lo necesario. Ahora siente de nuevo el peso de Mamá, la artificiosidad con que se santigua, piensa: “No me has querido, arrepiéntete.” El sacerdote pone un corporal sobre la cama, junto a Mamá, y una hostia consagrada a la que trata con frágil, casi ridícula, dulzura. Después abre su misal y recita:

“Te recomiendo, querida hermana María Antonia, a Dios omnipotente, te entrego al mismo que te creó para que vuelvas con tu Dios, que te formó del barro de la tierra.”

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