Poca cosa. Como la picadura de un
insecto, que al principio nos parece benigna. Al menos eso es lo que nos
decimos en voz baja para tranquilizarnos. El teléfono había sonado a eso de las
cuatro de la tarde en casa de Jean Daragane, en la habitación que llamaba el “despacho”.
Se había quedado traspuesto en el sofá del fondo, resguardado del sol. Y esos
timbrazos que ya había perdido desde hacía mucho la costumbre de oír no
cesaban. ¿Por qué esa insistencia? En el otro extremo del hilo, a lo mejor se
les había olvidado colgar. Se levantó por fin y fue hacia la parte de la
habitación próxima a las ventanas, donde el sol pegaba con muchísima fuerza.
“Querría hablar con el señor
Daragane.”
Una voz desganada y amenazadora.
Ésa fue su primera impresión.
“¿Señor Daragane? ¿Me oye?”
Daragane quiso colgar. Pero ¿para
qué? Los timbrazos se reanudarían sin interrumpirse nunca.
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