Periñón contaba que de joven
había pasado una temporada en Europa y aludía con tanta frecuencia a su viaje
que sus amigos llegamos a conocer de memoria los episodios más notables, como
el de la vaca que lo cornó en Pamplona, la trucha deliciosa que comió a orillas
del Ebro, la muchacha que conoció en Cádiz llamada Paquita, etcétera. El viaje
había comenzado bajo buenos auspicios. Cuando estaba en el seminario de
Huetámaro, Periñón, que era alumno excelente, ganó una beca para estudiar en
Salamanca. Como era pobre, varios de sus compañeros y algunas personas que lo apreciaban
juntaron dinero y se lo dieron para que pagara el pasaje y se mantuviera en
España mientras empezaba a correr la beca. Periñón decía que en el barco
conoció a unos hombres de Nueva Granada y que durante una calma chicha pasó
siete días con sus noches jugando con ellos a la baraja. Al final de este
tiempo había ganado una suma considerable. Comprendió que las circunstancias
habían cambiado y le pareció que ir a meterse en una universidad era perder el
tiempo. Ni siquiera se presentó. Durante meses estuvo viajando, visitando
lugares notables y viviendo como rico. “Hasta que se me acabó el último real”,
decía. Después pasó hambres.
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