De Retratos de Truman Capote, p. 151-152
Invitó a Dame Edith Sitwell para
que sirviera el té, tarea ella, eterna devota de lo outré, aceptó. La crema de
la buena sociedad neoyorquina, deslumbrada ante la perspectiva de un encuentro
entre dos damas de una distinción tan dispar, buscaba como fuera ser invitada.
-Querido -le dijeron a l joven,
felicitándole por anticipado-, va a ser lo más camp de la temporada.
Pero ... todo salió al revés. A
las cuatro, Dame Edith, alegando laringitis, telefoneó para excusar su
ausencia. A las seis, cuando la fiesta estaba por la mitad, parecía que la
señorita West también los iba a desilusionar. Algunos invitados murmuraban que
todo era un engaño. A las siete el anfitrión se retiró a una habitación privada.
Diez minutos después llegó la invitada de honor, y los que quedaban en la
reunión no se arrepintieron de haber esperado. No se arrepintieron, pero
quedaron extrañamente confundidos. No faltaba ninguno de los detalles
familiares: la rubia peluca, los ojos ·como cimitarras con pestañas largas como
espadas, la piel blanca, blanca como la
boca de una víbora mocasin, el cuerpo, ese Big Ben de los relojes de arena, ese
sueño de tantos presidiarios ... No faltaba nada, excepto la señorita West.
Porque aquélla no era la
verdadera Mae. Sin embargo, era la señorita West: una mujer insegura, tímida y vulnerable,
una mujer virginal, inclasificable, cuyo retraso muy bien hubiera podido
deberse a que se había quedado plantada en la calle tratando de reunir ánimos para
llamar al timbre. Mientras uno observaba la sonrisa que como inquieta
luciérnaga parecía ir a posarse en sus labios pero no terminaba de hacerlo,
mientras la escuchaba susurrar roncamente
“Encantada de conocerlo” para inmediatamente, como si no se animara a continuar,
abandonar cualquier posible conversación antes de iniciarla, resultaba evidente
que su yo teatral, en su etérea y absoluta totalidad, no era más que un tour de
force. Fuera del reino protector de su hilarante creación, aquel símbolo
asexuado de sexualidad desinhibida no tenía defensas: sus largas pestailas se
agitaban como las antenas de un escarabajo panza arriba. En una sola
oporfunidad afloró la Mae más dura. Sucedió cuando una emocionada jovencita se
acercó a la actriz y le dijo:
-Vi Diamond Lilla semana pasada:
es maravillosa.
-¿La viste, querida? ¿Dónde la
viste?
-En el museo. En el Museo de Arte
Moderno.
Y una acongojada señorita West,
refugiándose en la estilizada pronunciación lenta que ella misma ha inventado y
tan famosa la ha hecho, preguntó:
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