De La recta intención de Andrés Barba, p.135-136
“¿Cómo que te vas?”, preguntó
Maite, cuya autoridad desde el suceso de la cena estaba en entredicho.
“Pues lo que habéis oído -comentó
la enfermera-, que se va, y si seguís todas su ejemplo os podréis marchar
también pronto a casa.”
Nuria había sido una presencia
invisible hasta aquel día. Hablaba, pero nunca demasiado alto ni con demasiada
convicción. Comía, pero jamás terminó la primera. Era, en definitiva, sustituible.
Todas, menos Ana y Sara,
parecieron comprender aquello de una forma rápida, intuitiva, porque desde esa
misma tarde cayeron en una especie de emulación de aquella invisibilidad. Nadie
quería hablar, ni comer, ni reír más que nadie. El silencio era también
peligroso, porque delataba, por lo tanto nadie quería tampoco estar en
silencio. Lo que ocurrió entonces fue algo que se parecía bastante a la vida;
aquella representación, hecha de forma consciente al principio, tomó en el plazo de un día la
cotidianeidad de lo irreflexivo y ellas mismas, quizá sin darse cuenta,
empezaron a describirse en las reuniones no como quienes eran sino como quienes
fingían y, tal vez, como quienes realmente creían ser.
Para Sara el descanso a aquella
situación cada vez más irritante era ir con Ana a la habitación. Se desnudaban
como la primera vez pero ya no eran necesarias las palabras. Sara la miraba a
ella, o Ana hada un gesto con los ojos y se ponían las dos en marcha hacia
allí. Calladas, desnudas cada vez la una más cerca de la otra, casi a punto de
rozarse pero sin llegar a hacerlo nunca, el olor corporal de Ana subiendo hacia
arriba en aquella mezcla de jabón y champú, y frío en los pies por las
baldosas, y sudor en las manos, y ruidos metálicos de carritos que cruzaban
tras la puerta. Todo exacto, todo repetido con la misma lentitud de ritual que
iba creando, en su hacerse, sus propias reglas.
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