De La tablillas de boj de Apronenia Avitia, de Pascal Quignard, p. 68
«¿Conoces a Quinto Alcimio?», preguntó ella,
mirándome a los ojos. Yo me turbé. «¡Se la chupé durante tres cosechas y tú me
ofreces vino de Baia!», gritó. «¡Di que me traigan Massica!» Ordené que le
trajeran lo que pedía. Ella soltó un rosario de nombres de gente ya muerta. La
cogí del brazo y le pedí que caminásemos un poco por el parque. Accedió. Había amado
a Quinto en los años en que Flavio Afranio Siagrio era prefecto de la Ciudad y
compañero de Antonio. Exhalaba un fuerte hedor. Se rascó el vientre, abrió las
piernas y orinó ruidosamente. Estaba un poco embriagada. Nos acercamos al
estanque. Los patos se deslizaban en silencio por las manchas de luz del alba.
Ella se sentó en el banco de piedra, golpeándose con vigor los anchos muslos.
-Me llamo Lalage Asdiga -dijo-.
El mar devora las costas y forma bahías. Tengo la boca y el trasero de una
trucha. He sido hermosa. El tiempo es un dios de agua, de acantilados que se
desmoronan, de arena. Todo nos surca, todo nos derrumba en la muerte. Hace mucho
tiempo que las frutas dispuestas en la cesta perdieron su frescor y fui
repudiada. Amaba a Quinto y a veces, en mis sueños, aún siento deseo por él.
Su voz era dulce, y su acento
tenía una asombrosa pureza. Se levantó y me cogió del brazo. Regresamos al palacio.
«¡He depilado el culo de tus amantes y me das olivas!», gritó cuando llegamos a
donde las criadas podían oírnos. Ordené que le preparasen una cesta de carnes elegidas
con cuidado y dulces almibarados.
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