Al principio todo estaba vivo.
Los objetos más pequeños estaban dotados de corazones palpitantes, y hasta las nubes
tenían nombre. Las tijeras caminaban, teléfonos y cafeteras eran primos
hermanos; ojos y gafas, hermanos. El reloj tenía cara humana, cada guisante de
tu plato poseía una personalidad diferente, y en la paree delantera del coche
de tus padres la rejilla era una boca sonriente con numerosas piezas dentales.
Los lápices eran dirigibles; las monedas, platillos volantes. Las ramas de los
árboles eran brazos. Las piedras podían pensar, y Dios estaba en todas partes.
No era difícil creer que el
hombre de la luna era un hombre de verdad. Veías cómo te miraba por la noche desde
el cielo, y no cabía duda de que era la cara de un hombre. Poco importaba que
aquel ser no tuviera cuerpo: en lo que a ti se refería seguía siendo un hombre
a pesar de todo, y la posibilidad de que existiera una contradicción en todo
aquello no se te pasó una sola vez por la cabeza. Al mismo tiempo, era
perfectamente verosímil que una vaca fuese capaz de saltar sobre la luna. Y que
un plato saliera corriendo con una cuchara.
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