Seis norteamericanos jugaban a la petanca al pie de la
estatua de Flaubert. Se oían limpios chasquidos por encima del estruendo de la
circulación atascada. Con una final e irónica caricia de la yema de los dedos,
una mano morena lanzó una esfera plateada que aterrizó, botó pesadamente, y
trazó una curva acompañada de un lento esparcimiento de polvo duro. El lanzador
se congeló en una elegante estatua temporal: las rodillas no desdobladas del todo,
y la mano derecha extáticamente extendida. Me llamó la atención una arremangada
camisa blanca, un antebrazo desnudo y una mancha en el envés de la muñeca. No
era un reloj como pensé al principio, ni un tatuaje, sino una calcomanía de
colores: el rostro de un santón político muy admirado en el desierto. Permítaseme
que comience con la estatua: la de arriba, la permanente, la inelegante, la que
llora lágrimas cúpricas, la imagen legada de ese hombre de suelta corbata de
lazo, chaleco de ángulos rectos, pantalones holgados, mostacho desordenado, y aspecto receloso, fríamente
distante. Flaubert no devuelve la mirada. Desde la Place des Carmes vuelve la
vista hacia el sur, en dirección a la Catedral, a la ciudad que despreciaba, y que a su vez le ha ignorado casi
siempre. Mantiene la cabeza defensivamente alzada: sólo las palomas pueden ver
en toda su dimensión la calvicie del escritor.
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