Introducción
Un barco es una isla. Un barco anclado frente a una isla es un
archipiélago y un barco abandonado a su suerte, una ratonera. Yo, Jaime Torres,
jefe de máquinas del buque mercante Omphalos, me repetía eso mismo de modos
diferentes. Era cuestión de adaptarse. Walter García abundaba en lo de las
vacaciones pagadas, también en aquello de que toda isla es un universo en sí
misma. Ramón Ríos, en cambio, decía que la situación era tan grave que no comprendía aquellas malditas bromas repetidas mil
veces.
Islas Bissagos. Guinea Bissau. Agosto de 1986. Permanecíamos
fondeados a dos millas del puerto. Desde la isla, el barco se mostraba corno un
guión sobre el horizonte; pequeño y compacto, formando parte de un texto
enrevesado y absurdo; absurdo, que no pudiéramos romper la espiral que nos
retenía; absurdo, esperar llamadas que no se producían. Los primeros días, lo único que nos importaba era
saber cuándo recibiríamos el permiso para levantar el ancla. Seis meses
después, sólo tratábamos de salvar nuestras vidas.
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