David Foster Wallace, DT Max, p. 217
La ironía, tal como la entendía Wallace,
no era algo malo en sí mismo. De hecho, la ironía era el posicionamiento
tradicional del débil ante el fuerte; insinuar aquello que resulta demasiado
peligroso decir es un recurso cargado de potencia. Wallace consideraba que los
ironistas originarios de la literatura posmoderna -escritores como Pynchon y en
ocasiones Barth- habían pronunciado verdades importantes que solo era posible
mencionar de soslayo. Pero cuando se hacía de ella un hábito, la ironía se tornaba
peligrosa. Wallace citaba a Lewis Hyde, cuyo panfleto sobre John Berryman y el
alcohol había leído en sus primeros meses en Granada House: «La ironía debe
usarse solo en caso de emergencia. Si se hace un uso prolongado, se convierte
en la voz del prisionero que ha llegado a amar su celda». Y entonces
continuaba:
Esto es así
porque la ironía, por muy entretenida que sea, está al servicio de una función
casi exclusivamente negativa. Es crítica y destructiva, asoladora. [ ... ] La
ironía es singularmente inútil cuando se trata de construir cualquier cosa que
reemplace a esa hipocresía que ella misma pone en evidencia.
De eso se trataba exactamente: la
ironía resultaba derrotista, retraída, el signo revelador de una generación a
la que le daba miedo decir lo que en realidad quería decir, y que por tanto
estaba en riesgo de olvidar que tenía algo que decir. Para Wallace, la
implicación más temible de la ironía era quizá que no hacía distinciones entre
sus usuarios: puesto que todos los telespectadores estaban condicionados para
esperarla de ese medio, cualquiera podía hacer uso de ella con cualquier fin.
Le disgustaba de verdad que Burger King pudiera emplear la ironía para vender
hamburguesas o Joe Isuzu, coches.
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