-He decidido correr una maratón.
En una sitcom de segunda,
Serenata habría escupido el café del desayuno. Pero no. Era una persona
comedida, y, además, en ese preciso momento había hecho una pausa entre sorbo y
sorbo.
-¿Qué? -preguntó; su tono era un
poco altivo, aunque cortés.
-Ya me has oído. -Remington, otra
vez junto a la cocina, la examinó con una desapasionada mirada de
desconcierto-. Tengo la vista puesta en la carrera de abril, la de Saratoga
Springs.
Serenata tuvo la sensación, rara
en su matrimonio, de que debía vigilar lo que decía.
-Lo dices en serio. No me estás
tomando el pelo.
-¿Es que acaso suelo hacer
declaraciones de intenciones y después echarme atrás, como si solo estuviera
tonteando? No sé muy bien cómo tomarme tu incredulidad: solo me suena a
insulto.
-Mi «incredulidad» podría tener
algo que ver con que nunca te he visto correr de aquí a la sala.
-¿ Y por qué tendría que correr
de aquí a la sala?
Esa literalidad tenía
precedentes. Para ellos era natural hablarse así, de forma tan quisquillosa.
Era un juego.
-Diría que llevas treinta y dos
años sin dar una vuelta a la manzana al trote
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