Comprendí hace muchos años que un libro, una novela, es un sueño que pide ser escrito igual que uno se enamora: el sueño se vuelve irresistible, es imposible hacer nada al respecto, al final te rindes y sucumbes por más que tu instinto te diga que salgas corriendo porque eso va a acabar siendo un juego peligroso: alguien saldrá malparado. Para algunos de nosotros, las primeras ideas, las imágenes, las manifestaciones iniciales pueden hacer que el escritor se sumerja automáticamente en el mundo de la novela, en sus amoríos y en su fantasía, en sus secretos. Otros pueden tardar más en experimentar esta conexión con mayor claridad, años en darse cuenta de cuánto necesitaban escribir la novela o amar a esa persona, revivir ese sueño, incluso décadas después. La última vez que pensé en este libro, en este sueño en particular, y en contar esta versión de la historia -la que estás leyendo ahora, la que acabas de empezar- fue hace casi veinte años, cuando me vi capaz de afrontar la revelación de lo que nos pasó a mí y a unos amigos al principio de nuestro último año de instituto en Buckley, en 1981. Éramos adolescentes, críos superficialmente sofisticados que en realidad no sabían nada de cómo funciona de verdad el mundo: teníamos la experiencia, supongo, pero nos faltaba el sentido. Por lo menos hasta que sucedió algo que nos condujo a un estado de comprensión exacerbada.
La primera vez que me senté a
escribir esta novela, un año después de los acontecimientos, comprobé que no
era capaz de revisitar aquel periodo, ni a ninguna de aquellas personas que conocí,
ni las cosas horribles que nos sucedieron, incluido, muy significativamente, lo
que me sucedió a mí. De hecho, fue empezar y descartar la idea del proyecto sin
escribir ni una sola palabra: tenía diecinueve años.
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