LOS QUE SUEÑAN EL SUEÑO DORADO
Esta es una historia de amor y de
muerte en la tierra dorada, y empieza hablando del paisaje mismo. El Valle de
San Bernardino queda solo a una hora al este de Los Ángeles, saliendo por la autopista de San Bernardino, pero en cierta
manera es un lugar foráneo: no es la California costera con sus crepúsculos
subtropicales y sus brisas suaves procedentes del Pacífico, sino una California
más áspera, hechizada por el Mojave, que se extiende justo al otro lado de las montañas, y
devastada por el viento tórrido y seco de Santa Ana, que se cuela por los pasos
de las montañas a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y aúlla en las
barreras de eucaliptos y te crispa los nervios. Octubre es el peor mes para el
viento, el mes en que cuesta respirar y las colinas se incendian de forma
espontánea. Lleva sin llover desde abril. Cuando uno habla, parece que grite.
Es la época del año en que el viento trae los suicidios y los divorcios y una
sensación de espanto.
Los mormones se establecieron en
este paisaje ominoso y luego lo abandonaron, pero no sin antes plantar el
primer naranjo, y durante los cien años siguientes el Valle de San Bernardino atrajo
a un tipo de gente que imaginaba que podría vivir entre esa fruta talismánica y
prosperar en medio de aquel aire seco, una gente que trajo consigo formas de
construir y cocinar y rezar propias del interior y que intentaron aplicar esas
costumbres a la tierra. Y el injerto prosperó de forma curiosa. Hablamos de esa
California donde es posible vivir y morir sin haber comido nunca una alcachofa
y sin haber conocido nunca a un católico ni a un judío. De esa California donde
no cuesta nada llamar a números de asistencia espiritual como Dial-A-Devotion y
en cambio cuesta horrores comprar un libro.
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