La figura del mundo, Juan Villoro, p. 53
Escribir significa desorganizar
sistemáticamente una serie, el alfabeto. Del mismo modo, evocar significa
desorganizar sistemáticamente el tiempo. ¿Hasta dónde debemos hacerlo? Vivir en
estado de retentiva absoluta, como el Funes de Borges, es un idiotismo de la
conciencia. El olvido sana y reconforta. Sobrellevamos el peso de lo real
porque podemos borrar las moscas, los escupitajos, las vergüenzas. La amnesia selectiva
alivia la mente. Pero algunas cosas desaparecen al margen de la voluntad.
En el epílogo a Kriegsfibel,
libró de Bertolt Brecht sobre la guerra, la actriz Ruth Berlau, que estuvo muy
cerca del dramaturgo, comenta: "No escapa al pasado quien lo olvida".
La frase tiene una carga poderosa: el pasado existe por sí mismo. Tarde o
temprano tendrá su hora.
La sentencia de Berlau no apela a
un rigor neurológico sino moral: hay pasados que no deben olvidarse.
¿Hasta dónde podemos recuperar
una memoria ajena? ¿Es posible entender lo que un padre ha sido sin nosotros?
Ser hijo significa descender, alterar el tiempo, crear un desarreglo, un
desajuste que se subsana con pedagogía, a veces con afecto o transmisión de
conocimientos.
En los últimos encuentros con mi
padre, llegaba un momento en que la conversación se inclinaba a un tema
inevitable. "Chiapas", decía él, y comenzaba a hablar de lo que en verdad
le interesaba. El resto, el territorio de lo anecdótico, se derrumbaba en
escombros. Si busco la vida personal detrás de sus ideas, es precisamente
porque él se negaba a hacerlo; no le interesaba que la mente tuviera vida
privada, un padre perdido y enviado a una fosa común, la soledad en un
internado de jesuitas, la mudanza a otro país, una patria conquistada con
esfuerzo, un pasado que pudo ser, un presente que actualiza ese pasado.
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