Los que sueñan el sueño dorado, Joan Didion, p. 158
Yo me imaginaba que mi vida era simple
y dulce, y a veces lo era, pero en la ciudad también estaban pasando cosas
raras. Circulaban rumores. Circulaban historias. Todo era indecible pero nada
era inimaginable. Aquel flirteo rústico con la idea del «pecado» -aquella
sensación de que era posible ir «demasiado lejos” y de que mucha gente lo
estaba haciendo- nos acompañó en gran medida en Los Ángeles durante 1968 y
1969. En la comunidad se estaba formando un vórtice de tensión demente y
seductora. Los temblores se estaban afianzando. Recuerdo una época en que los
perros ladraban todas las noches y la luna siempre estaba llena. El 9 de agosto
de 1969 yo estaba sentada en la parte menos profunda de la piscina de mi cuñada
en Beverly Hills cuando a ella la llamó una amiga que se acababa de enterar de
los asesinatos en la casa de Sharon Tate Polanski en Cielo Orive. Durante la
hora siguiente el teléfono sonó muchas veces. Aquellas primeras informaciones
resultaron embrolladas y contradictorias. Una persona de las que llamaban hablaba
de capuchas y la siguiente de cadenas. Había veinte muertos, no, doce, diez,
dieciocho. La gente imaginaba misas negras y lo atribuía a malos viajes de
ácido. Recuerdo con mucha claridad todas las informaciones erróneas de aquel
día, y también recuerdo otra cosa, y ojalá no la recordara: recuerdo que nadie
estaba sorprendido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario