David Foster Wallace: una biografía, DT Max, p. 129
Desde su punto de vista, la fuerza central en ese entorno
inestable era la ubicuidad de la televisión, cosa que ni los escritores de
narrativa ni sus profesores habían entendido aún del todo:
“La generación americana nacida después de, pongamos, 1955,
es la primera para la que la televisión es algo con lo que se vive, no solo que
se ve. Nuestros padres ven el televisor de forma parecida a como las flappers
veían el automóvil: una curiosidad convertida en un capricho convertido en
seducción. Para nosotros, sus hijos, la televisión es parte de la realidad
tanto como los Toyota y los embotellamientos. Bastante literalmente, no podemos
«imaginarn la vida sin ella.”
El argumento era algo más que un poco autorreferencial: si había
alguien que de verdad no podía imaginar la vida sin la televisión, ese era
Wallace. Pero, para él, lo personal se estaba convirtiendo en lo social y en su
cosmología la televisión era una fuerza enorme. Una fuerza que ya había
conseguido reformular la narrativa al partir los relatos en segmentos breves,
apetitosos y reconfortantes. Absolutamente todo, desde nuestros mitos a
nuestras relaciones, estaba sucumbiendo bajo este gran dispensador de papilla insustancial.
Wallace creía que los «tres temibles bandos» de la narrativa
contemporánea se correspondían con tres formas diferentes de responder a esta
fuerza insidíosa. Uno de los bandos lo formaban los jóvenes escritores de moda
del brat pack, como Mcinerney y Ellis, quienes, según su definición,
practicaban un «nihilismo de Neiman-Marcus, declamado a través de sus zapatos
de seis ceros y de su progenie de moral vacía y bronceado artificial». Un
segundo bando lo integraban los minimalistas. Caracterizaba su estilo como
«Realismo Catatónico, también conocido como Ultraminimalismo, también conocido como
Carver en Malo». Y en el tercero entraba más o menos cualquier otro escritor
que él hubiera leído alguna vez, especialmente aquellos que sus profesores de
Arizona preferían.
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