V13, Emmanuel Carrère, p. 59
La culpa que reconcome a quienes sobrevivieron es por haber sobrevivido: ¿por qué ellos han muerto, por qué yo estoy vivo? Para algunos, la culpa se ha encarnado. Tiene una cara que les obsesiona. La cara de alguien que pedía ayuda, al que quizá podrían haber socorrido y no socorrieron. Ya fuera porque había otra persona a la que auxiliar, alguien querido, alguien que era prioritario. Ya fuese por salvar la piel, porque lo primero era salvarse uno mismo. Los que actuaron así no se lo perdonan. Algunos lo expresan con palabras desgarradoras. Los demás los perdonan, dicen que es algo normal, humano. Se aferran también a que es sabido que muchos actuaron bien, y a menudo más que bien, más allá de lo que exige la conciencia. Las historias de naufragios, de catástrofes, de sálvese quien pueda, suelen revelar lo peor del ser humano. La cobardía, el cada uno a lo suyo, la lucha a muerte por un puesto en los botes salvavidas del Titanic. Aquí, apenas. A menos que imaginemos que entre los supervivientes del Bataclan hayan elaborado, más o menos conscientemente, una ficción colectiva de nobleza y de fraternidad -lo cual es posible-, impresionan, testimonio a testimonio, los ejemplos de ayuda mutua, de solidaridad, de valentía.
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