Libre, Lea Ypi, p. 134
Unos meses antes del día en que abracé a Stalin había visto sus retratos desfilando por las calles de la capital para conmemorar el Primero de Mayo, el Día de los Trabajadores. Era el tradicional desfile anual. Los programas de televisión empezaban más temprano y no pasaban ningún deporte en la cadena yugoslava, lo cual significaba que no tenía que enfrentarme a mi padre para ver quién tenía acceso a la pantalla. Aquel día se podía ver el desfile, después había un espectáculo de marionetas, a continuación una película para niños y luego salíamos a pasear con nuestras mejores ropas, comprábamos helados y finalmente nos hacíamos una foto con el único fotógrafo de la ciudad, que solía estar junto a la fuente, cerca del Palacio de la Cultura.
El Primero de Mayo de 1990, el último que celebramos, fue el
más feliz. O quizá me lo parezca porque fue el último. Objetivamente no pudo
ser el más feliz. Las colas para conseguir artículos básicos eran cada vez más
largas y las estanterías de las tiendas estaban cada vez más vacías. Pero a mí
no me importaba. En el pasado, yo había sido muy caprichosa con la comida, pero
con el paso de los años ya había dejado de ser quisquillosa sobre si tenía que
comer queso feta barato en lugar del más apetecible queso amarillo, o una
mermelada vieja en lugar de miel. «Primero está la moral, después la comida »,
decía alegremente mi abuela y yo había aprendido a adoptar la misma actitud.
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