David Foster Wallace, DT Max, p. 161
Empezaron las clases. Para ser una primera novela, La escoba había funcionado muy bien, pero Wallace estaba lejos de ser famoso. Para los alumnos de Amherst, era solo otro nombre más en el programa. De hecho, dado que se le había incluido en el último minuto para llenar un hueco en las clases, sabían menos acerca de él que de la mayor parte del resto de los profesores. Los alumnos que aparecieron por su clase se llevaron la sorpresa de encontrarse con un chaval poco mayor que ellos, pertrechado con una carpeta rosa de los Osos Amorosos y una raqueta de tenis. Antes de la primera sesión del seminario, Wallace les había pedido que le enviaran algún ejemplo de las cosas que habían escrito (la admisión a los seminarios en Amherst era muy selectiva). Cuando una de las chicas le preguntó por qué tenía que entregar una muestra de lo bien que escribía para poder ser admitida en una clase en la que aprender a escribir mejor, Wallace reconoció la tautología -y quizá la ansiedad- y le dijo que podía enviarle una lista de la compra. Al final la clase estuvo formada por trece alumnos.
Wallace sabía que si dedicaba
mucha energía a las clases no sería capaz de escribir, pero también era
consciente de que de todas formas no estaba escribiendo, así que se entregó a
la docencia con fervor, cubría los trabajos de los alumnos con páginas de
anotaciones, volcándose por entero en
ellas. Enseñar le centraba, le proporcionaba un sentimiento de logro y la
seguridad de estar haciendo honor a sus padres, y Wallace lo necesitaba. Sus
alumnos se quedaron pasmados con su intensidad.
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