Algún día seré recuerdo, Marcos Giralt Torrente, p. 164
No hay un comienzo, una primera imagen. Al menos desde finales de los años setenta, Javier siempre estuvo. En la conversación de mi madre, de quien fue amigo antes que mío, y en alguna fiesta celebrada en casa cuando yo aún recibía en pijama y me retiraba tras saludar. En la década siguiente, la de mi adolescencia, su presencia se acrecentó gracias a que mi madre se aficionó a llevarme de acompañante en inauguraciones y presentaciones de libros, sin excluir las cenas y copas improvisadas que surgían luego. Noches de Chicote y de El Universal y de El Hispano, madrugadas de Bocaccio y de la calle Pisuerga, que era donde Juan Benet tenía su casa y adonde íbamos a parar con frecuencia. Fueron años viajeros para Javier, en los que vivió en Estados Unidos o en Oxford o en Venecia durante largas temporadas, pero en los cuales, cuando regresaba a Madrid, salía a la calle con hambre de reencuentros. No me ignoraba. Era de ese tipo de adultos que tratan a los niños como si no lo fueran. Su modo de relacionarse se asemejaba al de Benet: la ironía rápida o concienzudamente morosa, el humor, la conversación irreverente, la calidez.
1987 es el año en el que recuerdo
haber conversado con él, por primera vez largo y tendido. Estábamos en la discoteca
Pachá, se me ha olvidado el motivo. Acababa de leer El hombre sentimental y se
lo dije. Hablamos de Thomas Bernhard y de Elias Canetti.
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