1. STALIN
Nunca me pregunté lo que
significaba la libertad hasta el día en que abracé a Stalin. De cerca era mucho
más alto de lo que yo esperaba. La profesora Nora nos habla dicho que a los
imperialistas y a los revisionistas les gustaba destacar que Stalin era un
hombre bajito. Según ella, no era tan bajo como Luis XIV, cuya estatura, por
extraño que parezca, jamás se mencionaba. En cualquier caso, añadió con tono
serio, hacer hincapié en las apariencias y no en lo que realmente importaba era
un típico error imperialista. Stalin era un gigante y sus actos eran mucho más
relevantes que su físico.
Lo que lo convertía en alguien
verdaderamente especial, continuó explicando Nora, era que sonreía con los
ojos. ¿Os lo podéis creer? ¿Sonreír con los ojos? Eso se debía a que el simpático
bigote que adornaba su rostro le tapaba
los labios, por lo tanto, si solo te fijabas en la boca, era imposible saber si
Stalin estaba sonriendo o haciendo cualquier otro gesto. Pero bastaba con
mirarlo a los ojos, aquellos ojos castaños, penetrantes e inteligentes, para
darse cuenta. Stalin estaba sonriendo. Hay gente incapaz de mirarte a los ojos.
Está claro que tienen algo que ocultar. Stalin te miraba de frente y, si le
apetecía, o si te portabas bien, te sonreía con los ojos. Siempre llevaba un
abrigo sencillo y unos discretos zapatos marrones
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