Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

TORRENTES


Algún día seré recuerdo, Marcos Giralt Torrente, p. 38

Mi abuelo materno guardaba en su casa una docena larga de teteras de porcelana que conformaban una pequeña colección, se enorgullecía de contar en su ajuar doméstico con algunos muebles antiguos de noble factura y había tramado un tejido de leyendas en torno a dos retratos decimonónicos adquiridos por él a principios de los años cincuenta del siglo pasado, el anónimo de un marino de ademán severo, pintado con más voluntad que oficio, y uno del marqués de Pontejos que atribuía a Esquivel. Ninguna de esas piezas era tan valiosa como para merecer un destino diferente, como mucho el de adornar las salas de un abigarrado museo pueblerino, y, de hecho, nunca dejé de ver en el aprecio de mi abuelo por ellas una consecuencia de su origen social, modesto pero con esa hipertrofiada conciencia de sí característica de las familias que, aferradas a lejanas hidalguías, creen ser más de lo que representan.

Mi padre, que provenía de una familia urbana con una memoria más reciente de su decadencia, valoraba, como él, los objetos y los muebles. Con una diferencia: si para mi abuelo constituían una suerte de espejo que reflejaba una idea de sí mismo ligada al linaje, mi padre los hacía suyos a la manera de un caprichoso puzle en construcción que refería las mudanzas de su personalidad. Le gustaba descubrirlos en mercadillos y galerías, hacerse con ellos. Algunos, porque condensaban facetas perdurables de sí mismo, resistieron al tiempo, pero la mayoría, agotada su capacidad de seducción, eran vendidos para conseguir otros o, muy a menudo, para atenuar algún bache económico. Ambas herencias, la de mi abuelo y la de mi padre, convergieron en mí y durante años me convirtieron en un monstruo. Cuando otros niños codiciaban bates de béisbol y bicicletas, yo me soñaba arqueólogo y perseguía en almonedas lacrimales romanos y huacas precolombinas; años después, mientras mis compañeros de universidad ambicionaban su primer coche, yo recorría los pasillos de ARCO pensando en cómo hacerme con las 100.000 pesetas -hoy ridículas- que costaba una litografía de Bacon.


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