Habíamos llegado con cierto retraso, pero allí nos esperaban Sonya y Andrew Kopp, plantados en la puerta del hotel. Parecían muertos de frío, ella se rodeaba el vientre con ambos brazos, dándose calor por debajo del abrigo, habiendo supuesto, digo yo, que incluso en el norte la península sería caribeña, y no azul, morada, británica como ella misma, como Sonya Kopp, digo.
El sol se había puesto hacía un
rato, yo lo había visto desaparecer desde la ventanilla del avión. No era muy
tarde pero sí febrero, la oscuridad y la niebla cómplices, disuasorias, y las
farolas no iluminaban los rostros de los Kopp. Solo la calva huevuda de él. La
melena pálida, corta de ella. La luz se reflejaba en lo blanco, en nada más.
Aun así, lo vi. Vi el modo en que
Sonya registró mi presencia cuando nos bajamos del taxi y nos acercamos a
ellos. Me miró sin reconocerme del todo, como si el contorno de mi figura no
estuviese bien definido
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