Laetitia o el fin de los hombres, Ivan Jablonka, p. 390
Por más que no sea mi película
favorita de Truffaut, me encanta La habitación verde, que Cécile de Oliveira me
regaló en DVD diciéndome: «Es exactamente tu tipo de locura.» La película
cuenta la historia de un viudo, Julien Davenne, que consagra su vida al
recuerdo de su joven esposa y de los muertos de la Gran Guerra: «En este mundo
cruel y sin piedad, quiero tener derecho a no olvidar, aunque seguramente soy
el único que no olvida.» Si no nos ocupamos de los muertos, si no los queremos,
si no los respetamos, si no los protegemos, ¿en qué se convertirán?
Jessica lo sabe: por eso adorna
con flores la tumba de su hermana, celebra su cumpleaños, luce sus joyas. En
realidad, Jessica se transformó en Laetitia. Tiene su generosidad, su coraje,
su belleza, el éxito profesional que aquella no cosechó, el porvenir del cual
se la privó.
Llevar brezo a la tumba de las
Léopoldine no es una actividad a tiempo completo. Nosotros tenemos la suerte de
tener todavía a nuestros hijos; ellos no pueden saber hasta qué punto los
amamos. Si pienso en los muertos, escribo por la vida. Esa es mi diferencia con
Davenne, ese loco que lleva una existencia que dan ganas de llorar, fuera del
mundo, fuera del amor, fuera de la vida y que, intransigente guardián de los
muertos, se pierde en los cirios de su capilla como en un bosque de llamas.
Vivamos, resistamos, amemos y,
cuando nuestro tiempo se haya agotado, recordemos que Laetitia bajó primero y
que el fango mancilló su belleza de dieciocho años. Nuestra muerte será siempre
menos amarga y menos aterradora.
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