I. Orbitas Lumenque
Al principio no tenía nombre. Era
el objeto mismo, algo vivo, y era su amigo. En los días de viento danzaba,
enloquecido, agitando sus brazos con vehemencia; o en el silencio de la tarde
se adormecía y soñaba mientras se balanceaba en el aire azul y dorado. Ni siquiera
se iba por las noches; arropado en la cama, él podía oír sus sombríos
movimientos fuera, en la oscuridad, durante toda la noche. Había otros, más
cerca de él y todavía más vivos, que iban y venían, hablando; pero le eran
totalmente familiares, casi como si formaran parte de sí mismo, mientras que
este, inmutable y lejano, pertenecía al misterioso exterior, al viento, al
tiempo y al aire azul y dorado. Formaba parte del mundo, pero aun así era amigo
suyo.
¡Mira, Nicolás!¡Mira qué árbol tan grande!
Árbol, así se llamaba, y también tilo.
Eran palabras bonitas y él las conocía desde mucho antes de saber qué
significaban. Por sí mismas no tenían sentido, ellas solas no eran nada, solo
nombraban aquel objeto que volaba y danzaba allí fuera. Con el viento, en el silencio,
por la noche, en medio del aire caprichoso, aquel objeto cambiaba; y sin
embargo era el árbol inmutable, el árbol de rilo. Era extraño.
Cada cosa tenía un nombre, pero a
pesar de que los nombres no eran nada sin aquello que designaban, a las cosas
no les importaba su nombre, no lo necesitaban, se limitaban a ser ellas mismas.
Y luego estaban las palabras que significaban algo inmaterial, no como árbol y
tilo que describían a aquel oscuro bailarín. Su madre le preguntaba a quién
quería más, y el amor no bailaba, no golpeaba las ventanas con dedos furiosos y
no tenía brazos llenos de hojas que sacudir, pero cuando ella mencionaba esa
palabra que no designaba nada, en el fondo de su alma una cosa indefinible pero
real respondía como si la convocaran, como si alguien la hubiese llamado por su
nombre. Era muy extraño.
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