Ahora se sabe rodeado por todo y por todos, aunque también se sienta más solo que nunca. Aquí, la soledad perfecta de quien está afuera pero sin salida. Helado pero pronto a arder en fiebres. Hablando en crepitantes lenguas fogosas: chasqueando palabras que llamean y llaman, lejanas y ajenas a todo calor de hogar, a ese hogar al que se muere y en el que se morirá por volver.
Listo para ser un único recuerdo
en tantas memorias diferentes. Deseando ser evocado así. Épico en su derrota.
Hecho pedazos pero más fuerte que nunca porque ya no queda nada por romperse
dentro de él. No hay nada que ocultar, todo ha sido revelado. Todo él para
todos los demás. Expuesto ante todos y después de todo.
Su nombre pronunciado (mal
pronunciado, acentuando la última sílaba, volviéndolo extranjero, afrancesado,
aún más distante y, tal vez así, aún digno de mayor rechazo) con una mezcla de
vergüenza y condena.
Su nombre a la vista de un jurado
que jamás se arriesgaría a jurar por él y, de antemano, con veredicto alcanzado
por unanimidad: “Joven Dilapidador de Familia Patricia”, así, con mayúsculas
por escrito y remarcando las palabras al decirlas, es como se escribe en cartas
y se dice de él en bailes y en banquetes y en misas.
Así, su sentencia a ejecutar sin
demora ni posibilidad de apelación o indulto. Pero él todavía rogando por que
al menos alguien testifique a su favor y tome nota y lo ponga en palabras y, de algún modo, si no lo justifique al menos lo
redima y le dé algún sentido y explicación y razón de ser.
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