El ritmo perdido, Santiago Auserón, p. 45
La clase era tumultuosa, de
difícil acceso, fascinante en cuanto Deleuze entraba por la puerta, con abrigo y
sombrero grises, bufanda roja, como un personaje de las novelas de Beckett, a
quien citaba a menudo. Deleuze era un ser magnético. Buscando inspiración antes
de empezar a hablar, contemplaba la nube que salía de su cigarrillo, de la que iba
a caer el discurso a veces como relámpago, a veces como ceniza. En su cerebro
se producían conexiones asombrosas, sostenía el discurso hasta el límite de lo
pensable. Tras un largo periplo por sendas incógnitas y arriesgadas, acababa
sus argumentaciones ralentizando poco a poco la frase, bajando el tono hasta
desembocar en una revelación susurrada, efecto dramático al que un aula llena
de locos respondía con un silencio electrizado, que culminaba con una
exhalación de aire de los pulmones del pensador -ya por aquel entonces bastante
tocados-, una especie de interjección prolongada que se deshacía de su función
de apoyo coloquial y sonaba como un rugido sordo, como si aún le quedasen
arrestos al filósofo para contemplar cara a cara el fuego del mundo. Deleuze aprovechaba
entonces nuestro aturdimiento momentáneo para encender otro cigarrillo -la
duración del cigarrillo marcaba el tempo de la argumentación- y antes de que le
cayese encima una pregunta impertinente retomaba la estrategia de su
razonamiento, levantaba otra vez un poco la voz, diciendo: «Aaalooors ... »,
con cierta ternura femenina, pero con la mirada oblicua de quien te va a
anunciar que tienes que ir cambiando de idea. Nunca hubiera podido imaginar que
una clase pudiese llegar a ser tan emocionante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario