El Cazador Celeste, Calasso, p. 330
Los juegos olímpicos no solo eran
no-primitivos sino decididamente, en cierto sentido, no-religiosos [ .. .]. Por
el contrario, el culto de Dioniso y de Orfeo me parecía, con todos sus defectos
y licencias, esencialmente religioso.” Jane Harrison tenía el don de la
franqueza. Sabía hacer explícito lo que varios colegas suyos (Murray, Cornford,
A. B. Cook) percibían pero no se atrevían a declarar.
Lo que destaca en sus palabras es
la afirmación de que los Olímpicos eran algo no-religioso. ¿Cómo se pudo llegar
a un tal vuelco de la situación? Habían pasado algunos milenios y ahora una
estudiosa de Cambridge se encontraba con que Zeus, Apolo, Mrodita y Atenea eran
extraños al sentimiento religioso, porque eran superficiales. Seguramente esa
sensación era compartida no solo por algunos de sus colegas sino por cierto clima
europeo hacia el año 1911.
Además de superficiales y por
tanto despreciables, los Olímpicos son abismales. Nietzsche lo había dicho: “Aquellos
griegos eran superficiales, ¡por profundidad!” Cuanto más se indagan las
historias de los Olímpicos, tanto más se advierte una resistencia a cualquier
intento de explicación. Son los dioses quienes explican a quien intenta
explicarlos, no al revés.Lo que podía inducir al equívoco a Jane Harrison es
que el carácter abismal iba acompañado de una invencible fragancia. Eran
ligeras, aquellas figuras, y acaso insinuaban un presagio de precariedad, como
un ramo de flores frescas. No imponían esa gravedad que, en Europa, se solía
asociar con todo lo religioso. Europa había perdido algo por el camino, Europa
había ido reduciendo progresivamente todo sentido de lo religioso. Los
olímpicos, en cambio, permanecían intactos. Su irreductible extrañeza residía
en eso: eran dioses, pero no se dejaban estorbar por sentimientos de
contrición. El sentido de superficialidad que para algunos emanaban era algo
que otros dioses mediterráneos no habían llegado a conquistar. Por eso los Olímpicos
eran a tal punto dóciles y no se resistían a ser estatuas. Como tales, después
de muchos siglos, siguen existiendo. Tienen el privilegio de no pedir ofrendas.
Vuelven a ser lo que acaso fueron desde el principio: imágenes de la vida
autosuficiente, exentas, soberanas.
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